El bosque de invenciones

Tuvo un arrojo casi invencible y fue una mujer valiente: con la escritura y con su vida íntima.

Ana María Matute junto a la ministra de Cultura, González Sinde.
Matute: «La primera vez que lloré leyendo un libro fue con la muerte del Quijote»
EFE

Si uno mira solo su interminable galería de premios (el Nadal, el Planeta, Premio Nacional de las Letras Españolas, el Cervantes), Ana María Matute habría sido una escritora reconocida y feliz. La realidad es distinta: la suya fue una vida difícil, llena de soledad, de aislamiento y de dolor. Pero ella tuvo un arrojo casi invencible ?que le permitió superar una larga depresión- y fue una mujer valiente: con la escritura y con su vida íntima. Fue una niña rara y descolocada, que no se entendió con su madre ?se reencontrarían muchos años después-, conoció la intolerancia de la religión y hubo de soportar una tartamudez que le hacía ser objeto de chanza, burla y mofa de sus compañeras.


Empezó a escribir sus primeras cosas a los cinco años, según ha confesado. Luego, desengañada de tantas cosas de su familia de derechas, se rebeló, se volvió atea, fue desheredada y le salió fatal su primer matrimonio: Ramón Eugenio de Goicoechea la maltrató de diversas formas y fue ella, en la primera posguerra, quien hubo de sacar a la familia adelante escribiendo cuentos para revistas. Las cosas iban tan mal que decidió separarse: perdió la custodia de su hijo Juan Pablo y solo lo veía de cuando en cuando, gracias a la generosidad y a la bondad, siempre a escondidas, de su suegra y su cuñada. Le costó superar eso: del desamor brotaba un núcleo de experiencias y de energía, de desgarro y de hondo dolor, del que nunca se resarció del todo. Por ello, Juan Pablo siempre ha sido su debilidad. Por él seguía viajando por el mundo avanzado los 80: le gustaba ver países, hacerse oír, leer sus textos, y él solía ser su acompañante y su guía.


A pesar de la dureza de su niñez, de su adolescencia y de su primera juventud, la literatura constituyó un antídoto. Y una vocación. De vez en cuando recordaba que había vivido en un bosque: en un bosque real, en Mansilla de la Sierra (Logroño), y en un vergel de fábulas, de historias, de personajes y de hechizos. La metáfora del bosque la ha acompañado siempre, y contenía entre sus ingredientes los cuentos de hadas y el canto de la imaginación y de la fantasía. Ana María Matute, que solía decir que la poesía es la esencia de la literatura, siempre mezcló su inclinación a la fábula, al vuelo de la imaginación, a la fuga, con la visión escrupulosa de lo que pasaba a su alrededor. Un realismo sereno pero nítido, que no rehuía sus temas esenciales: la soledad, la incomunicación, la injusticia, el dolor, la mentira, la locura, el pesimismo, la muerte. Sus textos, desde el primer instante -'Los Abel', 'Los niños tontos', 'Pequeño teatro', 'Primera memoria'-, tienen esa virtud: proponen una mirada lírica, casi candorosa sobre el mundo, al menos en su arranque, y poco a poco, desembocan en la realidad, en la dureza, en la negrura de la posguerra.


Tras la separación se fue a Madrid y allí contó con la amistad y la protección de Camilo José Cela y de su mujer Charo Conde. Siempre lo recordaba Ana María Matute. Poco a poco logró ir rehaciendo su mundo interior, se dedicó a construir ciudades fantásticas, de marquetería, vidrio pintado y residuos, y conoció a su segundo marido, Julio Brocard, que marcó un nuevo período de felicidad, como ella contó en el restaurante Casa Emilio.


En 1997, publicó uno de sus grandes libros, quizá el más conocido, 'Olvidado Rey Gudú', donde abordaba la selva de criaturas fantásticas que habían alimentado sus mejores sueños y donde se enfrentaba a una visión muy personal. "La Edad Media es la infancia de la Humanidad", resumía. El libro, donde rendía homenaje a Lewis Carroll y a 'Alicia en el país de las maravillas' (uno de sus libros claves), tuvo continuidad con 'Aranmoth', y aún publicó, entre otros textos, 'El paraíso inhabitado'. En 2010, recibió uno de los premios que más había soñado, el Cervantes, y elogió en su discurso de ingreso a la poeta Carmen Conde.


En Zaragoza estuvo en muchas ocasiones. Y también participó en los Encuentros Literarios de Albarracín. Allí le ocurrió una cosa muy curiosa: los niños del pueblo hacían ese día la primera comunión y le regalaron pastas del pueblo; ella, con una sonrisa en los labios, les firmó sus 'Cuentos', publicados por Lumen. Recuerdo muy bien que acababa de aparecer una edición ilustrada de 'Los niños tontos' en el sello Media Vaca. Se negó en redondo a firmarles ese libro. Dijo: "Este es un libro cruel. No es un libro para niños en un día tan bello como este". Así era esta escritora a la que su marido Julio Brocard había retratado a la perfección: "Mientras tú existas, existe todo", le dijo. Ana María Matute solía decir que una de las frases que mejor la definían era esta: "Si pierdes la memoria, pierdes la vida". Ella ha perdido la vida, pero es memoria en el viento, fantasía, mariposa de invenciones, bosque rumoroso de palabras y de cuentos.