MÚSICA

El virtuoso sentimental

Se cumplen 200 años del nacimiento de Chopin.

Chopin.
El virtuoso sentimental

Domingo. 8 de enero. París amanece desierta. En agosto, París es una ciudad con más de cien mil turistas, según las últimas estadísticas. No es una excepción el cementerio Père-Lachaise. El bochorno de la mañana no es obstáculo para un ir y venir constante de quienes buscan tumbas ilustres con la impaciencia de un perro hambriento. Capillas y tumbas dedicadas a políticos, a soldados, a artistas.


De ellas, dos son especialmente visitadas: las de Frederick Chopin y Oscar Wilde. Lo afirma Bernard, el encargado de guardia en el Père-Lachaise. “Nunca faltan flores en la tumba de Chopin (Zezalova Wola, 1810-París, 1849). Ni flores ni banderas polacas”. Los franceses, expertos en el arte de vender como propio lo ajeno, recuerdan, en la tumba de mármol blanco que representa a un angel doliente en escorzo y sin epitafio, que el músico fue hijo de un emigrante galo casado con la hija de un gentilhombre polaco. De esa unión nacería el primero de marzo de 1810 uno de los mayores genios de la música clásica, sólo comparable a Bach, Haydn, Mozart, Beethoven o Schubert.


En sus treinta y nueve años de vida, Chopin revolucionó la técnica del piano. Hasta entonces, y desde que Bach ofreciera un protagonismo insólito al clave en su ‘Quinto Concierto de Brandenburgo’, nadie había compuesto con éxito una obra para piano como único instrumento. Beethoven es el autor de cinco magníficos conciertos para piano y orquesta, pero Chopin y Franz Liszt elevaron el piano en el escenario a la categoría máxima. Más Liszt que Chopin. El polaco fue un compositor excepcional, pero el húngaro le aventajaba como virtuoso. Hay artículos, sin embargo, que intentan demostrar que la morfología corporal de Frederick –era extremadamente delgado: apenas cincuenta kilos cuando murió- hizo posible que la base de sus dedos estuviera más separada y más hundida de lo normal, y ello permitió su agilidad interpretativa y su particularidad como compositor. Como dice Tomás Marco, su famoso rubato –aceleración o desaceleración del tempo de una pieza musical- pulverizaba las barreras métricas, adelantándose más de un siglo al jazz o al blues. Chopin adornó de sutileza la armonía, y, como todo estaba por hacer, con la misma facilidad destruía cánones que entronizaba la libertad formal.


El estrambótico Lang Lang acierta cuando dice: “con él, el teclado se convirtió en algo menos asociado a la percusión y más cercano a la cuerda y al viento de una orquesta”. Es legendario que Robert Schumann al escuchar el tercer movimiento de su ‘Sonata para piano nº 2’, la famosa ‘Marcha fúnebre’, se levantara de la silla y exclamara: “¡Esto no es música!”. No era la “música” a la que estaba acostumbrado. El compositor altera los tiempos que Haydn sistematizó y los mezcla imitando la variabilidad de las emociones humanas. Esa libertad permitió que los vanguardistas de principios de siglo XX no enterraran su música. ‘Los Preludios’ de Chopin van setenta años por delante de lo que después compondrían Claude Debussy, S. Rachmaninov o los representantes de la Escuela de Viena. Aunque sus ‘Baladas’ y sus ‘Nocturnos’ -en especial el noveno de sus ‘Nocturnos’ y la clasificada como op. 23 de sus ‘Baladas’- son de una exquisitez sublime, sus piezas innovadoras son los ‘Estudios’ y los ‘Preludios’. A quien apueste por la sutileza minimalista le recomiendo los 58 segundos del segundo movimiento de la clasificada opus 74, ‘Spring’, interpretados por Vladimir Ashkenazy.


Porque también hay intérpretes especialistas en Chopin. Alfred Cortot, el primero. Cortot tiene además un libro excepcional: ‘Aspectos de Chopin’, que publicó José Janes en 1953 y Alianza reeditó en 1986. A Cortot le sigue en la cita Artur Rubistein, magistral en sus ‘Piano Concertos nº 1 y 2’, disco todavía fácil de conseguir. Como el de los ‘Nocturnos’ a cargo de Daniel Barenboim; es magnífica la manera en que intercala sonidos y silencios para conseguir –cosa de la alquimia- color. El también polaco Krystian Zimerman ha recorrido este año ocho ciudades españolas con programas exclusivos de Chopin. Y Mauricio Pollini edita en Deustche Grammophon su integral: una obra llena de técnica, de sonoridad, de virtuosismo, de pianismo y de libertad creativa.


La bibliografía en España sobre el músico no es muy extensa pero tiene algunos títulos reseñables. Al ya mencionado de Cortot, se une un interesantísimo ‘Chopin’, de Franz Listz, publicado por Austral en 1967, con el número 567 de su mítica colección. Otros se centran en los 98 días que junto a George Sand y sus dos hijos, pasaron en la Cartuja de Valldemosa, en 1838. Al curioso ‘Chopin y Jorge Sand, de Pío Baroja, Ediciones Pal-las, 1941, se une el más conocido ‘Chopin a Mallorca’, de Joan Sureda. Moll, 1954. Más recientemente Aránzazu Miró, en ‘Aquell hivern de Chopin a Mallorca’ (El far de les Crestes, 2000), hace una pormenorizada incursión en esa etapa mallorquina. Allí se le diagnosticó al músico la tuberculosis. Allí compuso los ‘Preludios’ catalogados como op. 24. George Sand vestía como un hombre, fumaba puros y se divertía provocando a los isleños. Consideraba a Chopin “bello de rostro como una mujer triste”, pero “un dios cuando hacia hablar al piano”. Rompieron en 1847, dos años antes de la muerte del pianista. Éste le dijo al fiel Delacroix, el gran Delacroix [José Luis Rodríguez también lo incluye en su novela de Chopin, ‘El tercer concierto’], que quemara toda su obra menos su método de piano. No le hizo caso. La pronta muerte hizo de Chopin un mito en pleno romanticismo. Pero ha sido su música la que lo ha elevado a los altares.