EVOCACIÓN

Comiendo con Alberto Sánchez

Proyectaragon homenajea al activista cultural, asiduo de Casa Emilio.

Retrato de Alberto Sánchez Millán (1943-2009).
Comiendo con Alberto Sánchez
JAVIER BLASCO

Emilio Gastón la definió como “hospitalaria conejera”; para Pablo Larrañeta era una “posada de casi todas las revueltas” y para Enrique Grilló, aquél era un “cenáculo conspiratorio”. En cambio, José Antonio Labordeta la llamó “isla de libertad”; y para Emilio, su dueño, era un “nido de rojos”. Todas estas cosas y muchas otras más se han dicho de Casa Emilio, lugar que tuve la suerte de conocer gracias a Alberto Sánchez Millán.


Heredé la amistad de Alberto a través de Julio Alejandro. Y cuando éste faltó, nuestra relación se intensificó todavía más. Muchos fueron los lugares donde llegamos a coincidir nosotros tres -Fernando Castro, él y yo-, sobre todo en Zaragoza. No hubo viaje a esta ciudad en que no acabásemos contactando con Alberto y siempre encontramos un hueco para comer con él. De entre los innumerables puntos donde compartimos mesa, hay uno que tengo grabado a fuego. Allí nos llevó en varias ocasiones. Y supe, desde el primer día, que aquel restaurante era diferente a los otros. Incluso nuestro propio amigo se comportaba de manera distinta. Se trata de Casa Emilio... Aquí comí mis primeras borrajas. Y fue aquí donde compartimos mesa por última vez.


Conscientes de su tremendo mal, habíamos planeado un viaje expresamente para estar con Alberto… Lo recuerdo ahora: apareció sonriente y venía en su ya inevitable silla de ruedas. Comimos siguiendo el mismo ritual de otras veces, con la cabeza despejada, sin dejarnos vencer por esa realidad que avanzaba y avanzaba inexorablemente. Nunca quiso interrumpir sus habituales rutinas. Por lo que, tras acomodarlo en un taxi, Fernando y yo lo despedimos desde la puerta -aquel día le tocaba asistir a la tertulia de Ramón Perdiguer-. Fue una hermosa sobremesa que supimos apurar hasta el último minuto. ¿Acaso presentíamos que ya no habría otra más?


Siete meses después de su fallecimiento nos llega el catálogo de ‘Breviario’ -con la imagen impresionante de Alberto como portada-, obra conjunta de los hermanos Sánchez Millán. No pudimos resistir la tentación. Acudir a Zaragoza, resultó todo un lujo y una verdadera suerte: Julio Sánchez, que estaba esperando en la estación, nos acompañó hasta la Casa de los Morlanes, convirtiéndose en nuestro guía de excepción. Para colmo de atenciones, Julio y Rosa Marco, su esposa, que tenían comprometida la asistencia a una celebración en Casa Emilio, no quisieron dejarnos solos e hicieron que nos uniésemos a la fiesta. Era la primera vez que volvíamos aquí, desde aquel día con Alberto. Y a pesar de disfrutar de la buena compañía, los recuerdos pesaron y se hicieron inevitables. Me venían a la mente algunos de esos sitios con Alberto, y en particular uno que debió seleccionar con sumo cuidado. Un restaurante donde todo estaba milimétricamente pensado: ambiente, servicio, carta... Un maître, que extrema al máximo sus atenciones. Que si aquí todos los productos son de la zona y de temporada. Que si el capítulo de la imaginación aquí no tiene límites. El plato era una partitura, y la cosa consistía en saber interpretarla con el ritmo adecuado, armoniosamente, dejándose llevar por el disfrute de las texturas y las nuevas sensaciones… Cuando el sumiller iba a sugerirnos un vino apropiado, Alberto le agradeció el gesto, pero ya tenía pensado cierto tinto francés. Fue una comida donde se gozó de una charla bastante animada, sobre los caldos en el Cine. Yo le mencioné una vieja película del año 1966: ‘Un hombre y una mujer’, de Claude Lelouch, donde los actores Anouk Aimée y Jean–Louis Tristignant viven una escena en un restaurante, y que me impactó muchísimo. Mientras él le sirve el vino, ella le lanzará una mirada desafiante, como diciendo: “no te detengas”. Él, que acepta el reto, continuará llenando la copa muy despacio hasta que el líquido, alcanzado el borde, empezará a derramarse con lentitud. Una voluptuosa y enorme mancha roja avanzará sobre el blanco impoluto del mantel, y ya no se detendrá hasta quedar la botella completamente vacía.

Yo luchaba por dejar aquella ensoñación, y así volver a la realidad. Pero el espíritu de Alberto planeaba sobre los platos de menestra, intentando seguramente ese mismo picado, al estilo de Kubrick, que él imaginó un día para Brigitte, y cuyo relato ha quedado plasmado en ‘Casa Emilio 70 Años de Historia’ -regalo que tuve el gran honor de recibir de manos de Emilio Lacambra-, libro que no tardé en devorar, con tanto apetito y entusiasmo, como aquellos huelguistas del transporte en 1973, cuando se les servía el “menú especial” a mitad de precio. Tras su lectura, comprendí más que nunca por qué Alberto sentía algo tan singular por este “rincón para la amistad”, como él lo llamó. Y es que Alberto Sánchez era fiel a sus amigos.


Por eso mismo, y como persona que amaba el trabajo bien hecho, sabía apreciar perfectamente el duro trabajo artesanal desplegado en las cocinas de Casa Emilio. Su olfato no le traicionaba. El brillo de los tenedores no conseguiría deslumbrarle -como diría J. M. Martínez Urtasun: “A Casa Emilio y punto”-. Lo tenía muy claro. Alberto sabía distinguir muy bien dónde estaba lo importante y dónde lo accesorio. Lo que me recuerda una anécdota que nos contaba Julio Alejandro, sobre cierta famosa actriz mexicana muy amiga suya. Parece ser que, debido a las envidias de ciertas “amigas” de la artista, había recibido llamadas poniéndola sobre aviso respecto a los éxitos extra conyugales de su apolíneo esposo. A lo que la actriz, con calma, respondió:

- No sabe lo que me alegra que a mi marido, después de haber estado repicando a gloria en el altar mayor, todavía le quede tiempo para capillitas.

- Pero, si no es ni primer actor.

- Para lo que yo lo quiero, ¡primerííísimo!