Los juramentos de Leonor

Saludo a los invitados en el Congreso de los Diputados.
Saludo a los invitados en el Congreso de los Diputados.
Efe

En octubre de 1823, el rey Fernando VII derogó de un plumazo cuantas disposiciones había firmado emanadas de su acatamiento a la Constitución liberal de 1812, la primera merecedora de ese nombre en nuestra historia y en la europea. En menos de una semana, dictó una batería de medidas represivas, para probar que su reasunción de los poderes absolutos era completa y sin resquicio. En noviembre, el mediocre Rafael del Riego, convertido en símbolo de los militares partidarios de una monarquía constitucional, pasó, a sus 39 años, de ser capitán general de Aragón a morir (ahorcado, no fusilado) en la madrileña plaza de la Cebada, vestido con un sayal negro y arrastrado sobre una estera por la calle. La gente acudió a ver todo aquello sin protesta ninguna y a los seis días aclamó enfervorizada al rey que regresaba a palacio. Al poco, rectificó la monarquía: en 1835, la regente María Cristina de Borbón, para enmendar tamaño agravio, ordenó que aquel soldado fuera "repuesto en su buen nombre, fama y memoria", como se hizo. Y así sigue. Es un icono.

En Madrid, dos siglos exactos tras aquel octubre absolutista, otro suceso monárquico marca en 2023 la historia de España. De una España que es la misma, y a la vez sumamente diferente, lo mismo que su monarquía: la España de hoy figura en los puestos de cabeza mundiales en cuanto a bienestar, paz social, libertades, respeto al Estado de Derecho y cooperación con las grandes causas en pro de los derechos humanos. La Corona es una institución constitucional, un poder arbitral que no gobierna ni se inmiscuye en las diferencias entre partidos y sectores de opinión, excepto en defensa de la Constitución de 1978, como probó el 23 de febrero de 1981 y el 3 de octubre de 2017, haciendo frente al golpismo y al separatismo. La Corona se somete a la Constitución, de donde toma su legitimidad política.

En España, la sucesión en la jefatura del Estado se produce mediante un automatismo constitucional. No hay nada que discurrir o debatir. La mayoría de edad civil del sucesor determina la necesidad de que haga públicos, y de modo solemne, tres compromisos formales, que le son exigibles desde ese mismo momento; su acatamiento a la Primera Ley, nacida de un referéndum; su reconocimiento del titular de la Corona como jefe del Estado; y su disposición a defender los derechos individuales y colectivos de los españoles y de las Comunidades Autónomas que forman España.

No obstante la especial entidad y gravedad de estas obligaciones que contrajo el día 31, Leonor de Borbón Ortiz ya ha asumido antes, este mismo mes, otro compromiso de múltiple importancia, pues se ha convertido en militar. El texto con el que se comprometen todos los militares españoles ha tomado formas diferentes desde 1768, año en que lo fijó Carlos III en sus Reales Ordenanzas, vigentes hasta las de 1978 (modificadas en 1988, 1999 y 2007). El juramento militar fue cambiado, de acuerdo con las épocas, por Alfonso XIII (con Primo de Rivera), la II República, el franquismo y, nada menos que tres veces, entre 1980 y 2007, por sendas leyes. La fórmula de 2007 ha sido la del juramento de la dama cadete Borbón Ortiz. Lo ha hecho simbólica y físicamente a la Bandera, e incluye, igualmente, varias responsabilidades de peso, que ha contraído al mismo tiempo que otros 410 estudiantes de la Academia General Militar de Zaragoza. Que el juramento haya sido conjunto y prestado todavía durante su menor edad no lo hace, ni de hecho ni de derecho, menos exigible.

Al jurar la Constitución el día 31, la princesa de Asturias ya se había comprometido con ella en Zaragoza el día 7, y de manera tal que jurídicamente la obliga: en tanto que soldado y futuro oficial (aún no lo es, a pesar de la entrega simbólica del sable que se hace a los nuevos cadetes, como recordatorio de un anhelo en curso de cumplimiento) debe, en primer lugar, cumplir con fidelidad (esto es, con exactitud y buena fe) sus obligaciones militares; asimismo ha jurado (o prometido, lo que es de igual valor) no solo guardar la Constitución, sino hacerla guardar, lo cual puede empeñar a quien jura en acciones dificultosas y de riesgo; asimismo, se ha obligado a acatarla como ‘norma fundamental del Estado’, lo que lleva implícito asumir que la totalidad del ordenamiento legal español, actual o por venir, ha de conformarse a la Constitución y no puede hacerse al margen de ella ni en su contra; además, habrá de obedecer y respetar al Rey y a sus jefes, a quienes no abandonará nunca; y, en fin, con este compromiso legal y moral previo a su mayoría de edad, se obliga incluso a dar la vida en defensa de España. Como decía el escueto lema de una de las Academias militares -cuya exhibición exterior fue inolvidablemente prohibida por el ministro Bono-, “A España servir hasta morir”.

Leonor de Borbón, como sucedió con su padre, no acude a las Cortes Generales (la reunión del Congreso de los Diputados y del Senado) para recibir acatamiento, sino ante todo para prestarlo. A la ley y a los españoles. Y ya no es la primera vez que se compromete con una y otros. Su deber con la Constitución es integral, en la garantía de los derechos y libertades que reconoce y, además, con la soberanía e independencia de España y su integridad territorial.

Desde octubre de 1823 a octubre de 2023, España y su monarquía parlamentaria han dado un salto cualitativo que, mejor que medido por centurias, debe ser valorado por la mutación esencial de las sustancias políticas y sociales.

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