Por
  • Manuel Jiménez Larraz

Por una identidad cívica

La identidad cívica se construye sobre el diálogo.
La identidad cívica se construye sobre el diálogo.
HERALDO

España es un país que, como cualquier colectividad compleja, da cómodo cobijo a alguna que otra contradicción remarcable. Un país que, a pesar de la irrupción en el panorama nacional de los últimos años de tres nuevas opciones políticas que incrementan la oferta y ofrecen nuevas perspectivas, sigue clamando, con mayor intensidad si cabe, contra el papel de los políticos y de los partidos en torno a los que se agrupan.

Según datos del CIS de febrero, el segundo problema que preocupa a los ciudadanos, únicamente por detrás del paro, son los políticos en general, los partidos políticos y la política, lo cual no deja de ser meritorio en una época en la que nos enfrentamos a descomunales incertidumbres y retos. Exigimos que participen los mejores -los mejores, en tiempos de narcisismo desbocado, somos casi siempre nosotros mismos- mientras participamos activamente, con todos los medios que nos da formar parte de esta sociedad digital, en generar las condiciones que les obligan a huir, convirtiendo el espacio político en una máquina trituradora de reputaciones profesionales y personales. Con y sin razón, eso es probablemente lo de menos.

El paso temporal por la actividad política, en lugar de brillar como el mérito que fue en otros momentos de nuestra historia, empieza a convertirse en un lastre difícilmente desprendible. Creamos, así, el entorno perfecto para convertir a los políticos en general, los partidos políticos y la política en el segundo de nuestros problemas colectivos, aunque parezca que no vaya con nosotros. Es un círculo vicioso que describe, sin duda, una crisis política caracterizada por el cinismo.

Pero, al mismo tiempo que despotricamos de los partidos políticos en general, tenemos una especial tendencia por identificarnos y adherirnos ciegamente a su doctrina, sin atisbo alguno del siempre saludable espíritu crítico con el que los ciudadanos aspiramos a influir en el comportamiento de quienes nos representan. Y del mismo modo, nos situamos frente a otras opciones políticas, algunas veces por lo que dicen o proponen, pero otras muchas por lo que creemos que son. Va creciendo así un sectarismo político irracional e irreflexivo, caracterizado por la intolerancia, que sitúa la lucha partidista, ideológica, por encima de todo lo demás. Y ese comportamiento, atribuible a nosotros mismos -y no a la calidad de nuestros políticos- es, en mi opinión el problema verdaderamente importante.

Porque esa lucha partidista, que desemboca en una inevitable y poderosa identidad ideológica construida frente a los que piensan distinto, frente a la de otros, va empequeñeciendo los espacios comunes que nos unen mayoritariamente a todos los ciudadanos españoles, erosionando cada vez más nuestra ya de por sí frágil -en relación con otros países de nuestro entorno- identidad cívica o nacional.

La identidad cívica es un elemento imprescindible para el reforzamiento de un ‘demos’, de una ciudadanía que sostenga la legitimidad democrática de nuestras instituciones y que combata contra el independentismo y el populismo. Difícilmente puede avanzarse hacia el fortalecimiento de la idea de España sin el sentimiento de compartir intereses, anhelos y un futuro común. Y para la consecución de ese objetivo ayuda poco la existencia de proyectos políticos que no solo no se tocan, sino que presumen o se sienten obligados a no hacerlo, confundidos por el ruido que rodea a la política.

La identidad española no solo se edifica, no obstante, sobre el deseo de un futuro compartido, también lo hace sobre el pasado sobre el que se edifica el presente, sobre lo que ha ayudado a configurar lo que somos. Sobre nuestra historia, sobre nuestra diversa cultura y sobre nuestras lenguas. Sobre nuestra Constitución, y los estatutos de autonomía, sobre el proceso de transición que condujo a ellos, sobre nuestra admirable lucha contra el terrorismo. Sobre nuestros derechos, sobre nuestra pertenencia a la Unión Europea.

Pese a que estemos en campaña, los partidos, al menos los que aprecien algo de lo que somos, deberían dejar de manosear y monopolizar interesadamente, excluyendo a los demás de su disfrute, nuestras banderas o nuestra historia, nuestra democracia, nuestro cine, a nuestros poetas -como si lo que transmiten en sus versos fuera de izquierdas o de derechas-, nuestros hitos, nuestros referentes comunes. De lo contrario, estaremos debilitando la identidad cívica inclusiva que nos une y sobre la que se tiene que combatir el nacionalismo excluyente y otros fenómenos internacionales y haciendo aún vigentes los versos de Machado, el de todos, "españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón".

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