Por
  • Antonio Colomer

México y el perdón histórico

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México.
Andrés Manuel López Obrador, presidente de México.
David Guzmán González / Efe

Una vez ganó las elecciones mexicanas, el señor López Obrador pidió, acaso ingenuamente, ideas para una ‘Constitución Moral’ y, dentro de mis posibilidades como veterano tratadista del desarrollo comunitario responsable, redacté un texto con tal fin.

Ahora nos llega su extravagancia de exigir que el papa Francisco y el rey de España pidan perdón por lo que sucedió hace quinientos años. La petición nace de una gran ignorancia, casi peor que la maldad. Los aztecas o mexicas eran un pueblo del norte que descendió para instalarse en el macizo central del territorio actual de México, donde generó una dominación férrea sobre los pueblos existentes. Les impuso tributos tiránicos y se dedicó a la caza de enemigos sometidos, manteniéndolos vivos para sacrificarlos a sus dioses, mediante las formas más terribles de ejecución, incluso arrancándoles los corazones en vida, lo que convierte al lugar en un monumento de horror sobrecogedor.

Por ello, cuando hace cinco siglos llega Hernán Cortés con unos 500 hombres y se enfrenta a un imperio que disponía de decenas de miles de guerreros, la clave de su triunfo, junto a algunas innovaciones militares y a su capacidad negociadora y diplomática, es que los totonacas y toltecas y, en especial, los tlaxcaltecas avistan la oportunidad de liberarse de tal sometimiento tiránico. Cortés fue el instrumento liberador. Miles de guerreros indígenas apoyaron de modo decisivo la expedición de los españoles.

En lo que fue durante tres siglos y medio el Virreinato de la Nueva España se produjeron un desarrollo notable y una sociedad mestiza en la que desde el principio hubo personajes excepcionales, como Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán y creador de las ciudades-hospital, en donde convivían ‘repúblicas’ indígenas en igualdad con ‘repúblicas’ de españoles y una creciente población mestiza. Extrapolada al conjunto de la América hispana, fue definida por el filósofo mexicano José Vasconcelos como "raza cósmica", un vector estético y moral que permitiría dar un salto en la mejora de la evolución humana.

Asombra la obra titánica de fray Bernardino de Sahagún, que rescató la cultura y la lengua náhuatl y formó a estudiosos indígenas de modo que es el fundador de toda la antropología de aquellas tierras. Incluso en la exageración de la violencia, que no es exclusiva de nadie, otro obispo hispano, Bartolomé de las Casas, ejerce la denuncia del abuso en sus entrevistas con el rey de España.

Sería desproporcionado enumerar la erección de universidades, catedrales e iglesias, tribunales de justicia, cabildos, leyes de Indias para la convivencia, figuras de la literatura y del derecho originarias de esas tierras.

En el siglo XIX, cuando empiezan a surgir las nuevas repúblicas, el notable colombiano Francisco Antonio Cea, expresidente del Congreso de Angostura y vicepresidente de la neonata República de Colombia, presidida por Bolívar, viaja como enviado suyo a Europa para conseguir reconocimientos y negociar la deuda de la nueva república. En 1821, en Londres, hace, a través del embajador español, una oferta al rey y al nuevo gobierno liberal establecido en España: constituir una Confederación Hispánica integrada por los territorios ya independientes y por los aún vinculados a la Corona en tierras americanas, con acuerdos económicos, comerciales y militares de apoyo mutuo y cooperación, bajo la presidencia formal del rey de España. Tan audaz propuesta podría haber cambiado la historia del mundo. Cea, tras recibir incomprensión y rechazo de las autoridades españolas y de Bolívar, proféticamente anunció que este rechazo supondría a la larga la pérdida del imperio español y que las nuevas repúblicas creadas sobre territorios de la Corona española se verían divididas y sufrirían el dominio anglosajón: por Gran Bretaña, primero, y Estados Unidos, después. Y ya no sabrían escapar de esta situación de dependencia.

Además de lo absurdo de juzgar hechos de cinco siglos atrás con esquemas de hoy, sigue siendo un imperativo moral y político, respetando los aspectos diferenciales y autónomos, favorecer lo que une, a partir de tantos elementos de posesión común, en la lengua, en la cultura, en la literatura, en el derecho, incluso en el perfil psicológico de pueblos que tendrían que buscar en una fraternidad sentida el efecto multiplicador del crecimiento de cada uno desde la voluntad de cooperación mutua de cara al futuro.

Este sí es un desafío grandioso, crecer juntos, en vez de revivir viejos resentimientos, falseando la realidad histórica, que nos conduce al aislamiento, arrinconados en una pobre orilla de la historia.

Antonio Colomer es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Politécnica de Valencia

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