La virtud del aburrimiento

El funcionamiento normal de una sociedad democrática puede parecer aburrido por su previsibilidad, pero los momentos ‘históricos’, llenos de épica e impulsados por las grandes pasiones políticas, suelen conllevar demasiado sufrimiento.

La aburrida normalidad de la democracia parece preferible a las emociones de los tiempos políticamente convulsos.
La aburrida normalidad de la democracia parece preferible a las emociones de los tiempos políticamente convulsos.

Hay días en los que uno se siente más vivo que nunca... hasta que deja de estarlo; días que se viven como si fueran el último y que para muchos lo acaban siendo; son la clase de días que hacen los tiempos interesantes, pero no felices. Quienes sueñan de manera obsesiva con vivir jornadas que pasen a la posterioridad tienden a olvidar que la historia no está hecha solo de triunfos, que el dolor y la derrota también tienen su espacio reservado. Cuentan que cuando los chinos querían maldecir en la antigüedad a sus enemigos, les deseaban que vivieran tiempos interesantes, conscientes de los momentos de aflicción que suelen acarrear dichos periodos. Contemplados desde la distancia, acontecimientos como la Revolución Francesa resultan sin duda fascinantes, pero lo cierto es que al final de las guerras napoleónicas el continente se encontraba devastado y habían muerto alrededor de cinco millones de personas, fruto del efecto combinado de la miseria, las campañas militares y la guillotina. Frente a ello merece la pena recordar la definición que daba Churchill sobre la democracia: que sean las seis de la mañana, que alguien llame a la puerta y que sepas que es el lechero. Puede que no sea noticia que los trenes lleguen a su hora, pero es lo que interesa a los pasajeros. Nadie iría a un cine a ver ‘La democracia según Churchill’, sin embargo, la inmensa mayoría de los ciudadanos sí querrían vivir en ella. ¿Qué no darían los venezolanos por disfrutar de esta tranquilidad ahora, en vez de estar haciendo historia? Igual que muchos británicos respecto al ‘brexit’.

Concebida la democracia de este modo, parece que no quede sitio dentro de ella para la épica, desplazada en su lugar por una aburrida, aunque agradable, previsibilidad. El error radica en pretender buscarla de la misma forma que antes. Una vez que sabemos con certeza que el lechero vendrá a las seis, podemos preocuparnos acerca de cuáles son sus condiciones laborales, de la calidad de la leche o de si el envase empleado es reutilizable. Jamás habrá una política enteramente racional en la medida en que los seres humanos tampoco lo somos; en vez de renegar de las emociones, es más sensato intentar integrarlas dentro de la discusión reflexiva, formando así una épica racional y práctica basada en los problemas concretos de la sociedad y que encuentre su pasión en procurar resolverlos.

Por ejemplo, puede que a primera vista resulte poco sugestivo discutir acerca de protocolos anti-polución, sin embargo, este tipo de medidas tienen repercusiones tangibles y no meramente hipotéticas sobre nuestras vidas. Si se redujera la contaminación, también disminuirían los casos de varias enfermedades asociadas. Esto ya supondría de por sí una clara mejoría para muchas personas, que no llegarían a padecer nunca estas dolencias, pero, además, el menor número de enfermos permitiría ahorrar millones a la sanidad, que cabría reinvertir en su mejora o en la de otros servicios; o, dependiendo de las preferencias del gestor, en un alivio de la carga tributaria. Reasfaltar las carreteras, limpiar el monte, proporcionar en todo el territorio, incluido el medio rural, transporte, sanidad, educación e Internet de calidad, controlar los pozos ilegales, regular los alquileres, combatir la soledad, apoyar a los jóvenes… sobre esta clase de cuestiones más o menos cotidianas se edifica la épica política del ‘aburrimiento’.

Lamentablemente, que resulte factible plantear el debate bajo unas coordenadas más racionales no significa que sea cómodo o que garantice réditos electorales, lo que hace que los partidos españoles aún se inclinen, en general, por un registro más clásico y visceral, a costa de sacrificar el rigor y la cordialidad, al menos de cara al público. Resulta habitual que en la tribuna se escenifiquen grandes odios y que los mismos que se increpaban con dureza luego estén charlando de forma animada en la cafetería. Que los parlamentos reduzcan su actividad legislativa para ofrecer a cambio un espectáculo hueco donde las ideas quedan postergadas no es inocuo para el sistema. Quienes convierten la arena política en un sobreactuado ring de lucha libre no se imaginan la responsabilidad que cargan sobre sus hombros. Los exabruptos, la crispación, el tono bronco... no se agotan con el titular o la sesión de turno, todo se acumula y va permeando en la sociedad. Ojalá vinieran tiempos más aburridos, los días ‘históricos’ empiezan a abrumarnos.