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    Los pilares del 'sistema nacional de integridad'

    Algunos pilares de nuestro edificio institucional están desgastados.
    Algunos pilares de nuestro edificio institucional están desgastados.
    POL

    La calidad democrática de cualquier Estado de derecho (no se puede minusvalorar el valor de la Ley como elemento esencial de la democracia, pues sin el cumplimiento de la ley quiebra la propia democracia) se debe asentar necesariamente sobre unos cimientos institucionales que le permitan resistir de forma adecuada las incidencias que pueden afectar al modelo mismo.

    Una de las reflexiones que creo es de más interés se refiere a la ‘resistencia’ del sistema institucional de integridad de nuestro país, asentado sobre distintos pilares de contenido político-institucional, socio-políticos y socio-económicos, como elemento necesario para preservar las señas del buen gobierno, que, junto al juego de la sociedad civil, necesita de un preciso y ajustado juego de pesos y contrapesos entre instituciones, mediante la vigilancia recíproca y la responsabilidad compartida, que asegure que el poder se dispersa y nadie tiene el monopolio.

    Las doce instituciones que se identifican como más significativas son: el poder legislativo, el poder judicial, el poder ejecutivo, el sector público, las agencias de aplicación de la ley -fiscalía, policía, agencias anticorrupción-, los partidos políticos, el tribunal de cuentas, el defensor del pueblo, las juntas electorales, la sociedad civil, los medios de comunicación y el sector empresarial. Efectivamente, un sistema bien articulado debe tener un gobierno que trabaje por el interés general y no por intereses particulares de determinados sectores o élites y una administración profesional y eficiente. Pero también debe contar con entes de control independientes y eficaces, con unos partidos políticos al servicio del juego democrático, con medios de comunicación libres, con empresas responsables y con una ciudadanía bien informada y comprometida, capaz de ejercer un control social efectivo.

    Como se ve, el modelo institucional se asienta en distintos pilares que cimientan la ‘catedral institucional de nuestra democracia’, que hacen de contrapeso frente a las debilidades que en algún momento pueda tener alguno de ellos. Pilares que deben ser objeto de vigilancia (y adecuado mantenimiento) para asegurar que no se erosionan de forma indebida y, principalmente, que por el deterioro de varios de ellos no exista un colapso del sistema.

    Nuestra democracia, tras cuarenta años de ejercicio de derechos constitucionales, presenta una imponente imagen exterior que pone de manifiesto nuestra capacidad, como sociedad, de impulsar y culminar proyectos colectivos de envergadura. Sin embargo, se percibe también cierto desgaste de alguno de los pilares que debe ser objeto de refuerzo.

    En mi opinión, en estos momentos existen dos principales elementos de preocupación. Uno en relación al poder legislativo y el ejecutivo, en tanto la dinámica política basada en la crispación y en la máxima de la imposición sin diálogo está debilitando la propia esencia de la democracia y la función de estos poderes, que debe estar orientada en exclusiva al ciudadano (y no a los réditos electorales en clave de partido político). La intensa e indebida utilización del decreto ley es un ejemplo de este déficit, que debe ser objeto de clara revisión, pues no se puede pretender cambiar la sociedad a través de este instrumento normativo que es la excepción a la ley como máxima de la representación de la soberanía popular, que reside en el Parlamento y no en el Gobierno. Esta confusión (¿intencionada?) de roles es una importante distorsión pues agrieta el pilar del poder legislativo, que es, quizá, el más relevante. Un segundo, tiene que ver con la clara desafección ciudadana hacia la política y los políticos. Para ello es necesario abandonar la actual senda de la confrontación como seña de identidad del juego político y de la suma (o purga, según proceda) de actores en clave de estricta fidelidad a este modelo de política (orientada, de forma peligrosa, al culto a la figura del líder).

    La encrucijada de la democracia española es evidente. Las elecciones deben servir para recordar a nuestros políticos que, en palabras de Barack Obama, "en democracia, el cargo más importante es el de ciudadano". Y, por supuesto, para afrontar como primer reto la acción de cerrar las grietas existentes en el sistema institucional de integridad, lo que exigiría voluntad de acuerdo, de una nueva retórica y lenguaje que acabe con el ordinario y disfuncional ‘espectáculo’ de crispación y agravio. Lo que aconseja, también, evitar la endogamia actual, caracterizada por políticos profesionales, para recuperar el valor social (y su reconocimiento) de la política y favorecer la cooptación de nuevos actores de prestigio, que, como referentes, puedan sumarse a consolidar e impulsar los retos actuales de nuestra democracia.

    José María Gimeno Feliu es catedrático de Derecho administrativo de la Universidad de Zaragoza

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