De la queja, a la ejemplaridad

La protesta es ya costumbre social. Una multitud de grupos pretenden cimentar su legitimidad pertrechados de la autoridad moral de ser vistos como víctimas. ¿Preferimos ser quejicas o ciudadanos ejemplares?

Cada ciudadano debe servir de ejemplo para los demás.
Cada ciudadano debe servir de ejemplo para los demás.
Krisis'19

Somos una sociedad blandengue o, al menos, de blandengues. Se viene repitiendo desde hace años. En 1994, por ejemplo, Robert Hughes publicó ‘La cultura de la queja’ para denunciar los paralizantes efectos que sobre la sociedad estadounidense ya ejercían la corrección política o el insaciable victimismo de innumerables minorías que proclaman sus desdichas a los cuatro vientos. Y solo un año después, el filósofo francés Pascal Bruckner previno en ‘La tentación de la inocencia’ sobre un Occidente de ciudadanos victimizados, infantilizados, que siempre descargan en otros la responsabilidad de cuanto les ocurre. Grupos de origen muy diverso se cargan de autoridad moral con el objetivo de reclamar constante atención para sus padecimientos, fingidos o reales, pero siempre sobreactuados. En esta dictadura de plañideras, la victimización se ha convertido en método rentable tanto en la política como en la sociedad y en la cultura: tan enojados y llorosos están los independentistas catalanes como los varones ‘perseguidos’ por el feminismo, los aficionados al toreo o los periodistas que sufren linchamientos digitales. Constituyen el ‘victimato’, en conocida expresión de Rafael Sánchez Ferlosio: "Se considera a las víctimas como sagrado, pero no lo son".

Javier Gomá viene proponiendo el ideal de la ejemplaridad como alternativa virtuosa a esta industria de la queja permanente. Frente a la sociedad de iracundos y egoístas, la del ‘¡Indignaos!’ (el libro de Stéphane Hessel) o del ‘lo mío, lo primero’ (‘America First’, el lema electoral de Donald Trump), el filósofo bilbaíno lanza al ciudadano llamamientos inesperados: "Sé ejemplar", "sé excelente", "que tu vida sirva de guía a los demás"… Y ha tenido eco. Por eso ve ahora cómo se reedita su exitosa ‘Tetralogía de la ejemplaridad’.

Desde sus libros y con una sólida base teórica, nos interpela a todos con una sentencia: "Cada hombre es un ejemplo". Ciertamente, hay ejemplos positivos y ejemplos negativos, y también hay vidas ejemplares. Sin rehuir la posible incomprensión que pudiese generar, afirma que el buen ejemplo hace mejores a los seres humanos que lo observan.

El más original entre los filósofos españoles actuales reflexionó en mayo del año pasado en la sede de las Cortes de Aragón. Demostró sin resultar pretencioso por qué tiene fama de ser un intelectual de verbo claro y estilo refinado, exquisito y preciso, perspicaz y provocador. Lo acogió el ciclo ‘Conversaciones en la Aljafería’, que organiza ese agitador cultural discreto que es Fernando Sanmartín. Y desentrañó con audacia la esencia de su célebre teoría de la ejemplaridad: España, que es una democracia consolidada, carece de un ideal cívico bien definido. Nuestra sociedad, henchida de tendencias escépticas como la mayoría de los Estados liberales, no cree en la posibilidad misma de un ideal. Sin embargo, todas las culturas dignas de ese nombre han propuesto uno: el grecorromano, el medieval, el renacentista, el ilustrado, el romántico… Urge, pues, un ideal que cumpla su función civilizatoria: servir de motor para el progreso moral de los pueblos, que seducidos por el ideal avanzan hacia una perfección que los dinamiza. Por eso, el pensador y actual director de la Fundación Juan March habla constantemente de educación, ética, verdad, dignidad, buen gobierno y belleza.

Hacía muchos años que la obra de un filósofo español no tenía tanta trascendencia popular. Pero la ‘ejemplaridad’ de Javier Gomá ha conseguido conectar con la ciudadanía que, más allá del quejío constante, busca guías para su vida cotidiana. Es cierto que los políticos están llamados a ser los primeros en dar ejemplo. Pero, en realidad, la ejemplaridad tiene que ser el ideal de todos. Cada individuo, con nuestra dignidad entre las manos, deberíamos producir un efecto civilizador en los demás porque todos somos ejemplo para todos.