Hablar en superlativo

Las exageraciones y las hipérboles, tan frecuentes en las declaraciones de los políticos, nos hurtan los matices de la realidad y nos impiden comprenderla cabalmente. Y, además, contribuyen a desgastar las palabras.

Gracián recomendaba prudencia y moderación incluso en el hablar.
Gracián recomendaba prudencia y moderación incluso en el hablar.

Hace ya algún tiempo, un amigo y maestro nos dijo que «es muchísimo mejor no hablar en superlativo». Como quienes le escuchábamos éramos entonces bastante jóvenes, reímos con la arrogancia propia de la edad, mirando el dedo de la contradicción performativa que suponía la expresión -posiblemente consciente y provocada- en lugar de atender a la luna que aquella nos indicaba. A saber: que en el discurso y en la vida no conviene dejarse llevar de la exageración y la hipérbole. O que, como decía Baltasar Gracián en su ‘Oráculo manual’, la sabiduría es sinónimo de prudencia y moderación en todo, también en el hablar, tanto cuando se trata de expresar el acuerdo, el gusto o el halago (porque «no hay mayor desaire que el continuo donaire»), como de comunicar la crítica, el disgusto, el insulto o la mofa (porque «el que siempre está de burlas nunca es hombre de veras»). Incluso el exceso de virtud es vicio, decía el sabio aragonés, y hasta el hartazgo de felicidad es mortal. La exuberancia y el uso grandilocuente de las palabras distrae y confunde más que el silencio, tanto en su cantidad («lo bueno, si breve, dos veces bueno») como en su calidad. Por eso «hase de hablar como en testamento, que a menos palabras, menos pleitos».

En realidad -de casta le venía al galgo- era el propio Gracián quien le había sugerido el consejo a nuestro amigo: «Nunca exagerar -recomendaba el jesuita aragonés-. Gran asunto de la atención, no hablar por superlativos, ya por no exponerse a ofender la verdad, ya por no desdorar su cordura. Son las exageraciones prodigalidades de la estimación, y dan indicio de la cortedad del conocimiento y del gusto».

La caricatura pija o infantiloide de ese hablar por superlativos podría ser aquella persona que a cualquier cosa antepone el prefijo ‘súper’ o añade el sufijo ‘ísimo’; o las dos cosas, de manera que todo es superinjusto, superguay o superimportante. Pero también habría una versión canalla, consistente en calificar todo con exclamativos como ‘puto’ o ‘jodido’ (y así alguien es el ‘el puto amo’ o todo es ‘jodidamente’ malo o bueno). E incluso habría una versión más refinada o intelectual, que no necesita recurrir a muletillas porque puede inflar y amplificar retóricamente su discurso aunque este esté vacío (Gracián decía que «los hinchados hablan con eco») o utilizar aquellas palabras -sean adjetivos o sustantivos- que no admiten grado, como decir de algo que es horrible, excelente o ‘fascista’.

Porque eso es lo propio del superlativo, que no admite grados: Ya no se puede ir más allá, se supone que hemos tocado fondo. O techo. Al margen de la gramática y del estilo, hablar en superlativo denota una mirada y una comprensión límite de la realidad, que no admite matices ni componendas, que nos impide profundizar en la misma realidad -suele decirse que la verdad está en los matices- y nos obliga a vivir en la excepcionalidad. Porque lo que el superlativo hace no es describir una realidad o exponer una razón, sino provocar o contagiar una emoción. Y cuando la situación es límite, excepcional y emocional, nuestras reacciones tienden también a serlo. En situaciones calificadas de emergencia, las soluciones tienden a ser extraordinarias, y cuando el otro es percibido como un santo o un monstruo nuestra actitud suele oscilar entre el culto o la destrucción.

Pero quizás el problema no es hablar en superlativos, sino hacerlo siempre. Y tal vez algo de eso nos pasa en la política. Busquen ustedes mismos los ejemplos, que los hay de todos los colores, en una especie de disparatada competición por decir la palabra más gruesa o superar la última provocación. Miramos o hablamos demasiado el mundo en superlativo. El problema además es que, de tanto gastarlas, las palabras mismas acaban desgastándose, perdiendo su fuerza y su valor. Y, sea por decepción o por hartazgo, nos inmunizamos para advertir lo realmente excepcional, que está en lo ordinario, o nos quedamos sin recursos para nombrar -esto es, para entender y afrontar- la auténtica complejidad de la realidad cotidiana, que todo lo desborda.

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza