¿Arde París?

El presidente de la Generalitat, Quim Torra.
El presidente de la Generalitat, Quim Torra.
Efe

Arde París?’, este es el título de una novela y de una película que relatan los días de la liberación de la capital francesa en el verano de 1944. La frase se atribuye a Hitler, ya que había dado la orden directa de destrucción de la ciudad si no era posible defenderla. ¿Voy a hablar de cine hoy? No, claro que no. ¿De Hitler? Tampoco. Lo que me gusta de la frase es lo magníficamente bien que refleja la preferencia por la autodestrucción, antes que el reconocimiento de la derrota, por parte de personajes ególatras y faltos completamente de sentimientos humanos, como era el caso del dictador nazi.

No es que quiera comparar a nadie con el infausto personaje, pero lo de la autodestrucción antes que la retirada les cabe a muchos. Y lo peor es que se denominan demócratas y que lo hacen porque sienten el mandato del pueblo. Su misión les hace inmolarse, y con ellos a todos los que tienen en rededor, antes que reconocer que sus tesis no son las que la mayoría quiere. En España, y en el mundo actual, está proliferando este tipo de personajes. Repito una vez más que no los comparo con Hitler, pero su fe ciega en sí mismos no deja de ser patética. Ejemplos tenemos varios y de múltiples colores.

En Cataluña, sin ir más lejos, el actual y ‘molt honorable president’ está alcanzando niveles impensables en alguien que se califica de intelectual. Ahora, alguien le ha susurrado al oído que la ‘vía eslovena’ es la adecuada. ¿Nadie le ha dicho dónde comenzó la guerra de los Balcanes que asoló la antigua Yugoslavia en los años noventa? Ya sé que la respuesta es que fueron los otros los que atacaron a la débil e indefensa Eslovenia y que la Europa central se apresuró, quizá sin meditarlo, a reconocer el nuevo país. Era 1991 y la guerra solo duró diez días, pero realmente lo que sucedió es que todo era bueno para la desmembración y desaparición de la URSS. Lo malo es que demasiados están repitiendo el argumento sin ser, creo, conscientes de qué están realmente apoyando.

En el otro punto de España nos han surgido nuevas voces, aunque su discurso sea de lo más rancio. La vuelta a la España imperial, reunida en lo político bajo un mando único, en lo social bajo una sola etnia milenaria y en lo moral bajo una única religión, es su argumentario. ¡Ay del que lo crea! Como algo adicional al cierre de los canales autonómicos de televisión les propongo que las emisiones se hagan en blanco y negro, ya que el conjunto estaría más acorde con su ideología.

Sigamos con algunos iluminados más que prefieren que arda todo antes que reconocer que ni son tantos ni necesitamos de su visionaria guía. Gibraltar, a raíz del ‘brexit’ y no porque nadie se acordara de su existencia, ha vuelto a primera plana. El Peñón es la afrenta nacional que debe seguir demostrando que los españoles no nos arrodillamos jamás, pues hasta el fin de los tiempos reclamaremos su soberanía. Y el discurso parece haber cuajado en el Campo de Gibraltar, a tenor de los votos cosechados por la ultraderecha.

¿No es posible que los partidos digamos más convencionales lleguen a algún acuerdo satisfactorio para la mayoría de los españoles? Parece que no. Debe ser más rentable convencer a las gentes del sur de que el origen de todos sus males está en la desafección catalana a España y en el cupo vasco (que no en el navarro ni en el régimen especial de Canarias), que la corrupción y el clientelismo no tienen nada que ver con treinta y seis años de gobiernos ininterrumpidos sin alternancia, que el erario no es la caja de donde pagar a personas sin escrúpulos por servicios personales o políticos. Podríamos seguir así mucho rato, pero solo quiero añadir un concepto más para reflejar el peligrosísimo nivel de abuso de lo público que se ha alcanzado: la policía patriótica.

Este próximo año tocan elecciones de todo tipo. Me gustaría que alguien que tuviera poder promoviera una ley para que los ciudadanos pudiéramos rechazar a los candidatos por no considerarlos idóneos. Las elecciones primarias dentro de los partidos son tan inútiles para este efecto como el propio sistema de listas cerradas. Tener que ir a votar con la nariz tapada es la mejor forma de que el hastío y la incredulidad sigan ganando terreno. De seguir así, voy a quitarle el color a mi televisión. Para ir acostumbrándome.