Esperpentos

Hoy Valle-Inclán no tendría que inventar el esperpento, la realidad ya es pura deformación.

Muchas veces usamos las palabras para deformar la realidad.
Muchas veces usamos las palabras para deformar la realidad.

Nos horrorizan las lapidaciones físicas: el pueblo vomitando piedras que matan desde la ira. Quizás no somos conscientes de que en los últimos tiempos asistimos a lapidaciones verbales continuadas en los medios de comunicación y en las redes sociales. Calumniamos, linchamos a personas que han hecho o dicho algo que consideramos inconveniente en este mundo en el que impera lo políticamente correcto hasta términos que se adentran en el absurdo. Los políticos se insultan en el Parlamento, que debería ser un lugar más de encuentro que de desencuentro. El grito ha sustituido a la palabra oral.

La abreviatura ha desplazado a la palabra escrita. Si no le damos a la palabra el peso que tiene, condenamos al pensamiento; por tanto, a la crítica; por consiguiente, a la libertad. El mediocre se escuda en la máscara del grito. El mal actor y el mal cantante lo han hecho siempre así. El que no tiene razón ladra para que lo oigan, aunque nadie lo escuche. Y el común de los mortales, el público, el trabajador, la trabajadora, asistimos a la representación de la fantochada sin darnos cuenta de que lo que vemos y escuchamos es una ‘deformación grotesca de la realidad’, de que los prohombres y las promujeres han paseado por el Callejón del Gato mirando hacia otro lado, de modo que ni ellos se dan cuenta de que se han convertido en un esperpento. Si Valle-Inclán levantara la cabeza, no tendría que inventar nada, no le sería necesario deformar la realidad, puesto que ya es pura deformación.

Ana Alcolea es escritora