(In)justicia consagrada

Damos como normales situaciones que son injustas y que no tienen por qué ser eternas.

Estamos domados para aceptar las injusticias.
Estamos domados para aceptar las injusticias.

Estamos habituados a que las mujeres, por el hecho de serlo, no tengan acceso al sacerdocio en el seno de la Iglesia católica. Estamos acostumbrados a que, tras Juan Carlos I, venga Felipe VI y tras este, Leonor; todo ello sin pasar por urna alguna. Estamos ya hechos a que los políticos disfruten de aforamientos en los que escudar sus meteduras de pata y, de paso, algún que otro delito. Aceptamos calladamente que determinados futbolistas ganen cantidades ofensivas para el común de los mortales. Asumimos como irreversible que un becario trabaje diez horas al día sin cobrar en una empresa con beneficios sonrojantes. Aceptamos, casi sin decir ni mu (al fin y al cabo, hay vacas sagradas), que alguien que gana 1.000 euros deba cumplir con Hacienda y el que gana 40.000 navegue por tranquilos vericuetos financieros que lo eximan de pagos excesivos. Estamos domados para aceptar que la administración nos exija cumplimentar mil formularios de ida y vuelta que se resuelven finalmente con un "Lamentamos…". Estamos acostumbrados a la costumbre. Pero lo consuetudinario no tiene por qué ser justo y cabal. Que algo se repita una y mil veces no le imbuye de una pátina de normalidad, ni de justicia, ni de supervivencia futura. La revolución no exige sangre ni guillotinas afrancesadas: el imperio de la razón, de la ecuanimidad y del sentido común serviría ya para consagrar nuevas e inesperadas justicias sociales, económicas y políticas. Como diría el loco: perro ladrador, buena sombra le cobija.

David Serrano-Dolader es profesor de la Universidad de Zaragoza