Un ridículo dañino

Se adjetiva reiteradamente a España como una democracia de baja intensidad cuando en realidad lo que carece de tono es la madurez política de aquellos que nos representan y toleran ciertos comportamientos.

Un ridículo dañino
Un ridículo dañino
F.P.

Dudo mucho de que tamaña vergüenza beneficie o enriquezca a alguien. El daño causado, el autoinfligido, nos ridiculiza a todos y a todo; comenzando por la práctica política y terminando por nuestra imagen de país. El esperpento sufrido en el Partido Popular, formación que a estas alturas ya no encuentra demoscopia mínimamente amable con sus siglas, viene más por los repugnantes modos que rodean a la forma con la que algunos de sus miembros más destacados entienden la política, donde lo cainita hace tiempo que trascendió hacia lo delictivo, que por haber descubierto a Cristina Cifuentes sumergida en su propia miseria.

Los votos comenzaron a huir cuando quien tuvo que plantar cara a tanta podredumbre optó por mirar hacia otro lado; conviviendo con la corrupción y elevando la ruindad a la condición de normalidad. Por el histórico bagaje que arrastran los populares madrileños (Granados, González, Bárcenas...) ostentan el dudoso honor de haberse convertido en el exponente máximo de las cloacas de su partido. Tamañas formas y artimañas invitan a interrogarse sobre la calidad de los controles políticos de los populares y, por extensión, del resto de los partidos y de nuestra sacudida democracia.

Se adjetiva reiteradamente a España como una democracia de baja intensidad, cuando en realidad lo que carece de tono es la madurez política de aquellos que nos representan y toleran ciertos comportamientos. La moral pública ha adquirido un falso criterio de exigencia que no logra imponerse por culpa de una falta de sintonía y coherencia con los hábitos privados. Quienes públicamente se quejan de ciertos desmanes asumen en el terreno privado una indisimulada tolerancia, hasta un desafío hacia los comportamientos morales básicos, resultando abiertamente complejo expulsar de un partido a una persona que ha mentido sobre su currículum académico o se atreve a asegurar que "me llevé por error y de manera involuntaria unos productos" de un supermercado. Explica perfectamente esta deriva Manuel Cruz en su libro ‘La flecha (sin blanco) de la historia’. Señala Cruz que "en nuestra sociedad la exigencia de ejemplaridad se les plantea fundamentalmente (por no decir en exclusiva) a los representantes políticos y como mucho, por extensión, a personajes famosos. A nadie parece ocurrírsele que se les pueda reclamar también a personas ajenas a la esfera pública, por más influyentes que puedan ser sobre aspectos determinantes de la sociedad y, en consecuencia, sobre la vida de muchas personas".

Existe un problema demasiado extendido que hace mención a los usos y criterios éticos. Erróneamente hemos interpretado que podíamos solucionar este inconveniente creando falsos y artificiales ejemplos públicos que contasen con una cierta capacidad de arrastre social. La política, por ejemplo, se ha esforzado artificialmente por mostrarse preparada y solvente, ignorando que a sus protagonistas se les reclamaba más una actitud y capacidad responsables que un impresionante expediente académico. Es difícil descubrir seres humanos con una trayectoria personal lo suficientemente solvente como para soportar indemne un escaneo moral, aunque la evidencia nos indica que en la vida política, aparte de una acumulación preocupante de personas con una elevada fragilidad ética, no se descubren demasiados esfuerzos por la regeneración y por la imposición de una deontología más acorde con nuestros ideales democráticos.

Una las pocas verdades que Cristina Cifuentes ha pronunciado en estos últimos días hace mención a la evidencia de que en política no todo puede ser admisible, que ciertos límites, en uno y otro sentido, no deben ser superados. A tenor de los hechos resulta evidente concluir que si hoy no tienes un dosier que te persiga careces de todo valor para una cierta política y que buena parte de las carreras de algunos de nuestros líderes se han construido sorteando o compartiendo el fango propio y el ajeno. La política, como asegura Manuel Castells, se desarrolla fundamentalmente en los medios de comunicación, un mundo que puede engrandecer y destruir a partes iguales. Cifuentes se ha convertido en otro cadáver político, uno de tantos que cuando vivían en plenitud creyeron que la ética podía quedar ajustada a un entorno político fijo y a su muy concreta personalidad.