Lecciones

Aún conmocionados por el trágico asesinato del niño Gabriel, las fuerzas parlamentarias decidieron continuar con el debate sobre la prisión permanente revisable. Los legisladores deberían asumir que la prudencia y la oportunidad son imprescindibles.

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No fue lo más apropiado. El debate en sede parlamentaria estaba envenenado, trufado de una pesadísima carga emocional que alteraba el imprescindible sosiego legislador. La lógica exigía que el pleno del jueves que decidió mantener la tramitación para la derogación de la prisión permanente revisable hubiera sido suspendido; retrasado para evitar la toma de decisiones en caliente. Los partidos volvieron a descubrirse egoístamente caprichosos, ajenos a la responsabilidad que deben demostrar en momentos de agitación social como el vivido esta semana tras encontrarse el cadáver del pequeño Gabriel en el maletero del coche que conducía Ana Julia Quezada. La iniciativa del PNV para derogar esta pena máxima (todo un guiño a la izquierda aberzale) seguirá adelante –el Tribunal Constitucional aún no se ha pronunciado– con sus votos y los del PSOE, Unidos Podemos, PDECat, ERC y Bildu; extraños compañeros para los socialistas y para un Pedro Sánchez en exceso preocupado por marcar un perfil progresista y que también se enfrenta a posturas encontradas en el seno de su partido.

Las urgencias ni ayudan ni son buenas compañeras y el PP, que apostaba por el endurecimiento de esta pena, también buscaba su rédito. Agobiado por las encuestas y el malestar de los pensionistas, así como por su posición intermedia en las manifestaciones del 8M, tiró de la oportunidad para tratar de conectar su mensaje con la calle. Un peligroso recorrido adoptado de forma idéntica por Ciudadanos; subido al carro de la prisión permanente revisable tras un ‘sí’ que luego fue un ‘no’ y que terminó por descubrirse cordialmente populista.

La reforma del Código Penal que incluye la prisión permanente revisable para ocho supuestos tipificados como de una especialísima gravedad se aprobó el 26 de marzo de 2015 en el Congreso –legislatura en la que el PP gozaba de mayoría absoluta–. Desde esa fecha solo se ha aplicado en un único caso, contra David Oubel (el parricida de Moraña) y fue por una sentencia dictada el 6 de julio de 2017 por la Audiencia de Pontevedra. Medidas penales similares se aplican en otros países europeos de larga tradición democrática y existen argumentos morales y legales en su favor, siempre que la posibilidad de reinserción sea cierta. La principal duda que despierta, motivo por el que se encuentra en el Constitucional y cuyo parecer se hace imprescindible conocer, es la que hace mención a su posible colisión con nuestra Carta Magna, ya que en el artículo 25 se cita de forma expresa que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados». Nuestra Constitución, la misma que desde el año 1978 ha aplicado en una única ocasión el artículo 155, responde a una filosofía compartida y pactada que, precisamente, define su vigencia.

En España existen, según la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, 59.163 presos, de los que 1.099 gozaban en enero pasado del Tercer Grado. Nuestro país, en comparación con otros estados del mundo, es uno de los lugares más seguros, habiéndose producido una progresiva y constante disminución del número de delitos. Los datos aseguran que tenemos una baja tasa de homicidios y que los atracos callejeros también se han visto reducidos. Por el contrario, según relataba hace unas semanas el diario ‘El Mundo’, la evolución de las muertes de mujeres (violencia machista) se mantiene estable desde los años ochenta.

Mientras España permanece en estado de ‘shock’ por la muerte de Gabriel y los padres de Diana Quer, Marta del Castillo, Mari Luz Cortés y Sandra Palo muestran su dolor en la tribuna de invitados del Parlamento, algo que merece todo el respeto y la consideración, resulta muy difícil analizar con mesura las consecuencias y matices de la prisión permanente revisable. Aunque no está demostrado que tenga un papel disuasorio (en Estados Unidos la pena de muerte no lo ha tenido), esta reforma del 2015 es un instrumento penal que sirve de placebo social y herramienta jurídica para casos especialmente graves.

Sacudida tras descubrirse el cadáver de su hijo, Patricia Ramírez se elevó el pasado lunes para reclamar el sosiego y la justicia sin odio que muchos habían ignorado en sus gritos. Patricia, rota por el dolor, reclamó desde la autoridad de su sufrimiento de madre, una prudencia que anulaba a los oportunistas y a la sinrazón de la masa. Su demostración de ciudadanía, de respeto por la legalidad y por la defensa del buen juicio, procedía de una mujer que con apenas un hilo de voz lograba pronunciar las palabras necesarias para reclamar que la memoria de su hijo, de un niño de ocho años que a nadie había hecho mal alguno, quedase desvinculada del odio y la rabia.

El debate sobre la prisión permanente revisable sigue abierto, con argumentos razonables en un sentido y en el otro, pero en todo caso la cuestión debería discutirse desde la serenidad y lejos de cualquier oportunismo político.