Magistrados e imparcialidad

La independencia y la imparcialidad de los magistrados no tienen por qué verse menoscabadas por su vinculación política ni por ser nombrados por los partidos. Lo importante es que quienes los eligen no puedan después condicionar sus decisiones.

En el verano del año 2013 andábamos los españoles indignados porque, gracias a los papeles de Bárcenas (un verdadero pozo sin fondo), descubríamos que el entonces presidente de nuestro Tribunal Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos, había sido militante del Partido Popular hasta poco después de su nombramiento como magistrado en enero de 2011. Esta circunstancia había pasado inadvertida en su comparecencia ante el Senado, lo cual da también cuenta de la inutilidad de algunas ‘supuestas mejoras’ de nuestro ordenamiento.

A pesar de todo el escándalo que se produjo, eran –desde mi perspectiva– muy discutibles los motivos para el mismo. La pertenencia a un partido político no desmerece a nadie ni afecta a su imparcialidad. Afiliarse a un partido político supone, más bien, una forma de hacer pública una determinada ideología (o una cierta percepción de la realidad) que, por lo demás, tenemos todos. Como dijo el jurista y político Ernst Benda al ser nombrado presidente del Tribunal Constitucional alemán en 1971: "Yo soy y seguiré siendo militante de la CDU (Unión Demócrata Cristiana), decir otra cosa sería una hipocresía". Y en esta línea, acorde –por lo demás– con el derecho comparado, se mantiene la regulación española. Que Pérez de los Cobos haya sido –e incluso aunque siguiera siendo– militante del Partido Popular no es un problema para la imparcialidad que ha de tener nuestro Tribunal Constitucional.

Tampoco afecta –o no tiene por qué hacerlo– a la imparcialidad del Tribunal Constitucional el nombramiento de sus miembros por parte de los partidos políticos. Es cierto que el espíritu constitucional pretendía, con la exigencia de mayorías cualificadas en ambas Cámaras, un nombramiento por consenso. En definitiva, un nombramiento de personas de competencia reconocida por encima de las ideologías políticas. En lugar de eso, la deriva partidista ha convertido el nombramiento de magistrados en un reparto entre los dos grandes partidos, cuya práctica se resisten a abandonar. Así lo demuestra el reparto de nombramientos entre el PP y el PSOE que se llevó a cabo en el Senado el pasado mes de marzo.

Aun con todo, el origen del nombramiento no tiene por qué afectar a la independencia del cargo. No hay más que recordar cómo Eisenhower reconocía que sus dos grandes errores (por los dolores de cabeza que le habían causado durante su presidencia) habían sido el nombramiento de Earl Warren y de William Brennan como jueces del Tribunal Supremo. No en vano los jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos son nombrados directamente por el presidente de este país y tienen carácter vitalicio.

Lo que importa para garantizar la imparcialidad de nuestros magistrados es que, en el ejercicio de su cargo, ni puedan ser castigados por los que les nombraron ni tampoco recompensados. Y es cierto que, según la regulación española, los magistrados no pueden ser destituidos durante su mandato de nueve años, ni pueden ser reelegidos tras esos nueve años.

Sorprende, en cambio, que todos nos quedásemos tan contentos al conocer, en noviembre, que el Gobierno ha propuesto precisamente a Francisco Pérez de los Cobos como candidato para formar parte del Tribunal de Estrasburgo. ¿Ahí es donde tenemos la recompensa? Desde luego, lo que tenemos ahí es el problema. Este, por cierto, de fácil solución.