Por
  • Ángel Cristóbal Montes

¿Es sorprendente el resultado?

Es sorprendente el resultado electoral en Cataluña? Sí. Porque dos formaciones políticas, ERC y PDECat, que concurrieron coaligadas en las anteriores elecciones autonómicas de 2015 y obtuvieron 62 diputados, ahora en 2017, por separado, han alcanzado 32 y 34 escaños respectivamente, aumentando su cercanía a la mayoría absoluta del ‘Parlament’, algo que entonces resolvieron con el apoyo de seis diputados de la extremista CUP, y que ahora solventarían con tan solo el aporte de dos parlamentarios.

La que siempre ha sido considerada regla de oro de la democracia, formulada por el padre de la sociología, Karl Mannheim, mediante el apotegma "si los cosas van mal, el electorado sabe quién debe dejar de gobernar", en Cataluña en 2017 ha saltado en pedazos, ya que en los anales políticos contemporáneos sería muy difícil encontrar un gobierno que haya acumulado un volumen mayor de despropósitos, ilegalidades, fracasos y vulneraciones del ‘statu quo’ (catalán en este caso) que el presidido por el inefable Carles Puigdemont. Semejante gobierno, cesado de manera fulminante por la aplicación salvífica del artículo 155 de la Constitución, había colocado a Cataluña fuera de los parámetros jurídicos, políticos, económicos y culturales (con proclamación arbitraria de independencia) normales en Occidente.

Pero formulemos de nuevo la pregunta inicial: ¿es sorprendente el resultado electoral en Cataluña? No. Porque, junto a tan infausto acontecimiento electoral, han ocurrido otros que no chocan con la normalidad democrática y, en consecuencia, no cabe catalogar de sorprendentes. La drástica rebaja de los diez originarios diputados de la CUP a los cuatro actuales es una muestra clara de que un proceder político tan exagerado como el de dicha formación no merece aprecio significativo en el electorado catalán de la hora presente. Y otro tanto ocurre con los escuetos ocho diputados obtenidos por Cataluña en Común-Podemos, que, tras haber sido la candidatura más votada en las dos anteriores elecciones generales, quedó en una posición tan endeble que anula buena parte de los sueños de Ada Colau y reduce drásticamente los ambiciones e irreales pretensiones de Pablo Iglesias a nivel estatal.

El prácticamente estancamiento electoral del PSC, que solo aumenta en uno el número de diputados logrados en 2015, cuando todo parecía presagiar un notable crecimiento, se explica de manera suficiente por el hecho de que el grueso de nuevos votantes ha derivado hacia Ciudadanos. Efecto corregido y aumentado respecto al PP, que ha visto cómo la mitad de sus electores tradicionales ha votado al partido de Rivera, reduciendo su presencie en la Cámara de once a tan solo cuatro diputados. ¿Por qué? Pues porque un sector importante de los votantes de los dos primeros partidos nacionales y la mayor porción de los reacios a las urnas que ahora decidieron participar consideraron, de manera práctica, eficiente y reflexiva, que debían concentrar sus sufragios en una sola formación constitucionalista y partidaria del mantenimiento de la unidad nacional española; y esta en Cataluña, ‘hic et nunc’, no puede ser otra que Ciudadanos. Bajo este enfoque, que, impidiendo le dispersión del voto, equilibra la situación política catalana, al margen de lo que ocurra en el resto del Estado y prescindiendo de cualquier evanescente e ingenuo efecto extrapolador, es como cabe considerar no sorprendente el resultado de las últimas elecciones autonómicas catalanas. Así, sí y no se equilibran según mi modo de valorar lo ocurrido en Cataluña el 21-D.