23 de enero de 2020: el día que cambió el mundo

Viaje a Wuhan, la ciudad china cuyo confinamiento marcó el comienzo de la pandemia hace justo un año, aunque pese al tiempo trascurrido el coronavirus y su origen son aún un misterio para los científicos.

Gente en una calle comercial de Wuhan, cuando se cumple un año del cierre de la ciudad por el coronavirus.
Gente en una calle comercial de Wuhan, cuando se cumple un año del cierre de la ciudad por el coronavirus.
ROMAN PILIPEY/EFE

Entonces no lo sabíamos, pero el 23 de enero del año pasado fue el día que cambió el mundo. Aquel jueves, a las diez de la mañana, fue cerrada la ciudad de Wuhan, de once millones de habitantes, para contener la epidemia de neumonía provocada por un nuevo coronavirus que, en ese momento, llevaba 575 contagiados y 17 fallecidos. En los días posteriores, el confinamiento se extendió a los 50 millones de personas que viven en el resto de la provincia de Hubei, que se enclava en el centro de China y ocupa casi la mitad que España.

Presa del pánico, la nación más poblada del mundo se paraba casi por completo y sus 1.400 millones de habitantes se encerraban en casa siguiendo las órdenes oficiales en plenas fiestas del Año Nuevo Lunar. Mientras tanto, los hospitales de Wuhan se desbordaban de enfermos que se asfixiaban y para los que no había ni camas ni respiradores. Sin apenas mascarillas ni trajes especiales de protección, los sanitarios se contagiaban intentando ayudarlos, pero en la mayoría de las ocasiones solo podían enviarlos de vuelta a sus casas, donde seguían infectando a sus familiares.

Con más incredulidad que miedo, el planeta entero asistía a un estallido que, por desgracia, se ha repetido después en todos los países, desatando la peor pandemia en un siglo y la mayor crisis económica desde la Gran Depresión en 1929. Recuerden lo que estaban haciendo esa fecha, el 23 de enero de 2020, porque fue el día en que, sin que nosotros lo supiéramos todavía, cambió el mundo.

Desde entonces, la covid-19 ha contagiado a casi cien millones de personas y se ha llevado más de dos millones de vidas. Una de ellas fue la de la suegra de la señora Liu, un ama de casa de 47 años que, entre lágrimas, cuenta la tragedia. "Mi suegra pilló un resfriado repentino y empezó a subirle la fiebre la noche del Año Nuevo Lunar (24 de enero). En ese momento no pensamos que fuera el coronavirus, sino un constipado. Pero no se recuperó. Aunque se le controló la fiebre, la infección pulmonar empeoró.

En ese momento, Wuhan era un caos. Había mucha gente en los hospitales, pero no podían ser ingresados porque hacía falta una prueba positiva del ácido nucleico para conseguir una cama. Mientras esperábamos los resultados en casa, su estado empeoró y ya no podía respirar. Le compramos una máquina de ventilación, pero no mejoró. Cuando llegaron los resultados del ácido nucleico, había muerto el día antes sin poder ser ingresada", recuerda, con la voz entrecortada por la emoción, tras una mascarilla.

Nueva alarma

Para contener la epidemia, el Gobierno de Pekín envió 40.000 médicos de todo el país y construyó en diez días dos hospitales de emergencia con más de 3.000 camas, además de habilitar otros 14 en centros de convenciones y pabellones deportivos. De los 88.000 infectados y 4.635 fallecidos reconocidos por China, en Wuhan hubo 50.000 contagiados y casi 3.900 víctimas mortales. Se puede dudar de estos datos oficiales porque, durante las primeras semanas, muchos enfermos perecieron sin que se les hiciera la prueba del coronavirus. Además, estudios posteriores de anticuerpos apuntan a que hubo entre tres y diez veces más contagiados. Pero lo que es innegable es la normalidad que, gracias al confinamiento estricto de Wuhan y las medidas draconianas, se respira desde antes del verano en toda China, solo rota por los brotes de este invierno en Pekín y el norte del país.

Al menos oficialmente, dichos brotes son pequeños en comparación con las cifras de Occidente y sus nuevos casos diarios se cuentan por poco más de un centenar, no por decenas de miles. Pero han hecho saltar la alarma por la proximidad del Año Nuevo Lunar, que empieza el 12 de febrero y supone un alto riesgo porque son las vacaciones más largas de China. Para impedir la propagación del virus, las autoridades han reforzado los controles y endurecido las restricciones, obligando a pruebas PCR para viajar como se ve en una carpa a las puertas del Hospital Central de Wuhan.

"Seguimos preocupados por la epidemia en la provincia de Hebei y el nordeste. Pero la situación en Wuhan está bien, es muy segura ahora mismo", cuenta Xiong Nannan, de 34 años, mientras pasea a su hija, de cuatro, por las tiendas de la popular calle Han.

A pesar de la inquietud, nadie en Wuhan teme un estallido como el del año pasado. "No volverá a ocurrir porque la gente sigue llevando mascarillas y ya se sabe cómo atajar el coronavirus con cuarentenas y tratamientos médicos", confía la señora Wang, una profesora que todavía desconoce si podrá volver a su provincia natal, Shandong, por las restricciones de movimientos para funcionarios públicos.

Sacrificios aparte, atrás quedan los días trágicos del coronavirus. "Al principio del confinamiento, en la ciudad reinaba una atmósfera terrorífica. Por la incertidumbre, compré muchas provisiones y hasta una caña de pescar, pensando que, si faltaba la comida, siempre podía ir al Yangtsé o a los lagos que hay aquí", relata entre risas Zhang Jin, una habladora retratista callejera de 37 años.

Como el cierre pilló a su familia fuera de Wuhan, pasó todo el confinamiento sola. Aunque temió estar infectada cada vez que se enteraba de que algún amigo se había contagiado, finalmente el cierre terminó a la mitad de los seis meses que había calculado y volvió a abrir su puesto de retratos en la calle Han a finales de marzo. "En aquellos momentos no venía casi nadie porque el confinamiento duró hasta el 8 de abril. Todos los negocios sufrimos pérdidas en marzo, abril y mayo. Afortunadamente, el casero nos perdonó el alquiler y ahora la situación es mejor", se congratula satisfecha.

Menos contento se muestra el señor Youcai, quien vende maletas y bolsos en la calle Jianghan, la otra arteria comercial más animada de Wuhan. A pesar del bullicio, su tienda está vacía y se queja de que "el negocio ha caído más de la mitad por la epidemia, ya que la gente no gasta por miedo al futuro". Sentado aburrido en un taburete de plástico rojo, se resigna encogiéndose de hombros: "El efectivo es el rey".

Mientras tanto, a los expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que han venido a Wuhan para investigar el origen del coronavirus les queda una semana de cuarentena. Una vez terminen, inspeccionarán el clausurado mercado de Huanan, donde se sospecha que se originó o propagó la xovid-19 porque se vendían animales salvajes en malas condiciones higiénicas.

El polémico laboratorio

Pero, en principio, no está previsto que visiten el laboratorio P4 del Instituto de Virología de Wuhan, de donde Estados Unidos sospecha que procede el patógeno. Aunque la mayoría de científicos cree que el SARS-CoV-2 es natural, se ha convertido en una enconada disputa política que ha destruido la imagen de China por su opacidad habitual y el impacto económico de la pandemia. El régimen 'capicomunista' de Pekín no solo silenció a los médicos que avisaban de la enfermedad, como el difunto doctor Li Wenliang, sino que detuvo a los blogueros que informaban del coronavirus, condenando a una de ellas, Zhang Zhan, a cuatro años de cárcel.

Con estos precedentes, pocos creen que los especialistas de la OMS vayan a descubrir algo. Envuelto entre la bruma del Yangtsé, sigue el misterio del coronavirus un año después de aquel fatídico 23 de enero, el día que cambió el mundo.

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