El mundo no es lo que soñamos hace tres décadas. Las expectativas han cambiado. Entonces la lógica del conflicto pasaba a un segundo plano. Eran tiempos para imaginar un mundo sin guerra y en paz. Era la oportunidad para la lógica de la cooperación y la solidaridad. Se había terminado con la Guerra Fría iniciada en 1945. Fueron años de transformaciones radicales e inusitadas. A comienzo de la última década del siglo XX -tras caer el Muro de Berlín en noviembre de 1989-, el mundo se alejaba del horizonte de la ‘destrucción mutua asegurada’. Se frenaba la locura, pues se frenó la carrera armamentística y se propuso utilizar el ‘dividendo de la paz’ para mejorar las condiciones de vida del conjunto de la humanidad. Fueron años que permitieron definir el desarrollo a escala humana. Es decir, un desarrollo social, sostenible y medido con indicadores más allá del mero crecimiento económico. Al menos teóricamente, se pusieron en el centro las necesidades humanas básicas como diana a la que apuntar los esfuerzos y las políticas públicas. Un contrapunto a la democracia liberal de mercado, que había conquistado la historia, como Francis Fukuyama ‘certificaba’ en 1992 con su libro. Pese a las controversias, la ‘victoria’ del modelo capitalista occidental era obvia. Todo esto acompañado de un sinnúmero de contradicciones, hambre, pobreza y guerras periféricas (Kuwait e Irak) o guerras en plena Europa (los Balcanes o Kosovo), que hacían sufrir a millones de personas.

A la vez, en ese mismo final de siglo, la irrupción de las tecnologías de la información y de la comunicación inoculó una vía de mutación social radical. Lo que entonces era nuevo ha pasado a formar parte de lo cotidiano. La sociedad se ha ‘digitalizado’ y paralelamente se ha ‘globalizado’, haciendo que la ‘aldea global’ rompa costuras del pasado, mientras se resquebrajan expectativas y se oscurece el horizonte. Hace treinta años nadie habría apostado por un presidente norteamericano como Trump, por sus enjuagues con su homólogo Putin, ni anticipado el modelo de capitalismo autoritario chino de Xi Jinping. Las sorpresas de estos nuevos escenarios, sin embargo, se han de analizar, se han de reflexionar y se han de gobernar.

Acabamos de celebrar en Toronto el XIX Congreso Mundial de Sociología, ‘Poder, violencia y justicia: reflexiones, respuestas y responsabilidades’. La presidenta de la Asociación Internacional de Sociología, Margaret Abraham, lo planteaba como una «oportunidad de mostrar que la sociología es importante; que juntos, investigadores, intelectuales comprometidos, actores políticos, periodistas y activistas de diversos campos podemos contribuir a un mejor entendimiento del poder, de la violencia y de la justicia y ofrecer vías para un mundo más justo». Unas seis mil personas debatiendo ideas. Ahora, al regresar cada quien a su trabajo, queda la tarea de recuperar aquellas viejas palabras que aspiran a la paz y la justicia. E insistir en las preguntas para buscar mejores alternativas. Porque, si ya sabemos cuáles son las causas del hambre, de la injusticia, de la violencia, del dolor, ¿cómo es posible que sigamos haciendo políticas locales e internacionales que no resuelvan esos problemas? ¿Qué hemos de hacer para que las inercias de destrucción desaparezcan?

La aproximación crítica, sistémica y científica a los fenómenos sociales es una vía por donde buscar respuestas. Construir miradas de segundo orden es una tarea interminable con la cual, al menos, descubrir como decía Bernays (1928) que «la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país». Hemos de despertar la conciencia y obrar consecuentemente. No hay más salida.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza