¿De qué hablan los poderosos?

El Foro Económico Mundial que se celebrará la próxima semana en Davos aportará muy poco a pesar de que no hay otra reunión con tantos líderes políticos, económicos, artísticos y tecnológicos. Las élites no entienden lo que está ocurriendo.

La mujer del escritor Thomas Mann acudió en 1912 al sanatorio Wald, en el enclave suizo de Davos, para curarse de una supuesta tuberculosis. Finalmente la enfermedad resultó ser psicosomática; la paciente vivió con excelente salud hasta los 96 años. La estancia en los Alpes le sirvió al novelista alemán para ambientar ‘La montaña mágica’.

Ahora, Davos es célebre por su cónclave anual. Esta próxima semana acogerá a más de 3.000 participantes de 110 países del mundo político, empresarial, cultural y de la sociedad civil. El objetivo este año es debatir sobre ‘la creación de un futuro compartido en un mundo fracturado’. Este es el lema de la 48ª reunión del Foro Económico Mundial. «Nadie, ninguna persona, ningún país puede hacer frente solo a los múltiples retos que figuran en la agenda global. Necesitamos un esfuerzo colaborativo», ha dicho Klaus Schwab, fundador y presidente del Foro, al presentarlo.

Los poderosos (algunos) hacen, pues, un llamamiento a la cooperación internacional en temas de interés común, como la seguridad internacional, el medio ambiente y la economía global. Lo paradójico es que el principal invitado a la cita es el presidente Trump, que con su prioridad de «EE. UU. primero» defiende antes que nada los negocios estadounidenses, las industrias estadounidenses y a los trabajadores estadounidenses. Su mensaje proteccionista y unilateralista molestará a las élites de Davos, a las que criticó durante su campaña, y contrastará con el espíritu de otros discursos que pronunciarán los presidentes Macron (Francia), Temer (Brasil) y Macri (Argentina), o los primeros ministros Trudeau (Canadá) y Gentiloni (Italia).

Los líderes mundiales quieren intensificar la cooperación ‘en un mundo fracturado’. Pero, como señala Daniel Innerarity, «en tiempos de fragmentación, lo único transversal es el desconcierto». Los que están en posiciones directivas no entienden lo que está ocurriendo; viven en entornos cerrados que les impiden ver lo corrosiva que es la persistente desigualdad y la diferencia de oportunidades. Pero las evidencias de estas fracturas múltiples son bien visibles en nuestras sociedades: la brecha de género (según un informe del propio Foro, la distancia entre hombres y mujeres en la salud, la educación, la política y la economía se amplió por primera vez desde que comenzaron los registros en 2006), la brecha entre las ciudades de la costa y el interior, entre jóvenes y mayores, entre la ética protestante del trabajo y la cultura de la abundancia y la diversión, entre identidades religiosas y políticas...

Acaso la principal consecuencia de esta fragmentación es la incapacidad de entenderse unos a otros. Se ha impuesto un diálogo de sordos en el que nadie se hace cargo de lo que les pasa a los otros, de las razones de su malestar. Por eso, el cónclave suizo tiene tan poco eco en la mayor parte de la población, aunque no haya una reunión con tantos líderes políticos, empresariales, financieros, artistas y todo tipo de gurús tecnológicos.

En Davos se habla de robotización, digitalización y globalización, pero no del gran temor que suscitan entre millones de trabajadores. Se debate sobre la igualdad de género, pero sólo el 18% de los participantes del año pasado fueron mujeres. Se pronuncian discursos sobre desigualdad, pero no se interioriza el miedo de amplias capas de ciudadanos por el empeoramiento de las condiciones laborales, porque sus hijos vivan peor que ellos, por las escasas expectativas de una jubilación digna… No es un foro revulsivo de ideas ilusionantes, sino de estrategias defensivas del ‘statu quo’ y de negación respecto a los verdaderos problemas que afectan a las sociedades.

Por todo este aislamiento ideológico y social, la proclamada voluntad de las élites mundiales de paliar las fracturas en Davos se parece a la enfermedad de la mujer de Thomas Mann por la que acudió a la ciudad suiza hace un siglo: es imaginaria.