Presidente Trump

La presidencia de Trump amenaza con romper dos de los principales paradigmas surgidos tras la II Guerra Mundial: el equilibrio político y diplomático internacional basado en el peso de Occidente y el modelo económico de libre mercado.

No fue un viaje protocolario o un simple besamanos. El presidente de China, Xi Jinping, acudió al Foro Económico Mundial de Davos sabiendo lo mucho que se juega.


China no quería dejar lugar a la duda. La misma semana en la que el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos juraba su cargo, Xi Jinping mostró su postura contraria al proteccionismo comercial defendido en campaña por Donald Trump.


"Tenemos que permanecer comprometidos con el desarrollo del libre comercio y la inversión", aseguró. El gigante asiático sabe de las muchas dificultades que generaría en su economía un cierre de fronteras, una medida de perfil ultranacionalista sostenida en un proteccionismo feroz y que Trump, lejos de esconder, muestra como otro signo más de los cambios que están por llegar.


Contrario a todos los tratados de libre comercio, Trump no solo amenaza con imponer un rígido control de las importaciones y de la inversión china, sino que parece dispuesto a retirar a Estados Unidos de su papel como fuerza globalizadora. Como explicaba José Ignacio Torreblanca en el diario ‘El País’, "que los países (EE. UU. y Reino Unido) más dinámicos, abiertos y exitosos tiren la toalla de la globalización no deja de resultar sorprendente", y destacaba "hasta qué punto vivimos una enorme anomalía histórica". El posible repliegue de Estados Unidos de la escena internacional incorpora la duda sobre qué país asumirá el relevo y cómo se reajustará la obligada cadena de influencias.


La posible cesión a China de este papel, más que seguro ante la incomparecencia de Europa y que Pekín aceptará para sostener su crecimiento, fija un severo interrogante sobre el destino de la economía mundial y, especialmente, sobre los modelos políticos que actúan como fuerza tractora. ¿Tiene sentido que China, ajena a las libertades democráticas y guiada por una severa ausencia de las exigencias laborales más básicas, asuma el liderazgo de la internacionalización económica? Desde el final de la II Guerra Mundial, el papel de EE. UU. en el orden internacional ha pasado por definir un equilibro que mantenía a Europa como su principal aliado y a Rusia como una fuerza acotada dentro de un definido reparto.


El creciente peso de los países del área de Asia-Pacífico y la propia debilidad de Europa, formalizada con el ‘brexit’ y con la incertidumbre electoral que muestran en el corto plazo Alemania, Francia e Italia, ha desplazado el fiel de la balanza. Esta evidencia, sumada a la buena relación que no ocultan Vladimir Putin y Donald Trump, incorpora también a Rusia al tablero con un renacido protagonismo que alimenta, además de todo tipo de especulaciones, el poder de Moscú frente a la titubeante Europa.


Muchos observadores creen que el presidente Trump, finalmente, no tendrá más remedio que modular y corregir su política económica, pero su llegada ha despertado una severa expectación trufada de cautela en el mapa mundial, que en Estados Unidos se ha traducido en una fuerte división social que difícilmente servirá para activar el país. Si bien resulta evidente que el poder y la fuerza de las instituciones estadounidenses y, en especial, su papel como elementos reguladores ante cualquier exceso pueden frenar al magnate –el hispanista Stanley G. Payne señalaba en ‘La Vanguardia’ que "en Estados Unidos se modificará parte del legado de Obama, pero no el sistema político ni institucional"–, también comienza a aceptarse la posibilidad de que nos encontremos ante un severo cambio de muchos de los paradigmas internacionales hasta ahora conocidos.