LA OPERACIÓN DE OPEL

Opel Europa: un confuso juego de muñecas rusas

Cuenta la leyenda que un modesto artesano, Sergei Maliutin, fue el primero en pintar un conjunto de figuritas huecas, anidadas en tamaño decreciente, en la Rusia de finales del siglo XIX. Con su humilde creación, Maliutin alumbró uno de los iconos más reconocibles de su país y, probablemente, el mayor éxito de ventas en las tiendas de 'souvenirs' rusas.

 

Para algunos, las matrioskas (matronas, en ruso) simbolizan ese aura de misterio que Rusia exuda y Occidente tal vez no consiga jamás desentrañar: un gigantesco enigma que, como las muñecas, siempre encierra otros.

 

Puede ser. En cualquier caso, estos días constituyen una metáfora perfecta para ejemplificar la extensa red de protagonistas ocultos tras la intención de General Motors de vender Opel al consorcio austriaco-canadiense con financiación rusa, respaldo alemán y aquiescencia norteamericana. Presentar a Vladimir Putin como el hombre que sonríe en la sombra de este acuerdo supone una verdad tan simplificada como encontrarse la matrioska más pequeña directamente debajo de la más grande.

 

La mayor figurita, esa que todo el mundo ve pero cuyos secretos nadie imagina, lleva dibujada en este caso el rostro complacido de Angela Merkel. Se tiene por la salvadora de Opel, o al menos así se presentó hace trece días ante la prensa berlinesa en la Cancillería. Había recibido una llamada: inesperadamente, el consejo de administración de GM recomendaba traspasar un 27,5% de Opel a Magna y otro tanto al banco ruso Sberbank.

Comicios como telón de fondo

En plena campaña electoral, Merkel lograba así imponer a su candidata, a la que había prometido 4.500 millones de euros en créditos y avales públicos, como compradora de una casa automovilística muy vinculada a Alemania.

 

Fundada por una familia renana hace siglo y medio, la mitad de los empleados de Opel son hoy alemanes -25.000-, y otros 100.000 trabajan en sus industrias auxiliares.

 

El papel estelar de Merkel, al borde de la reelección en las elecciones generales del próximo domingo, implica que la segunda figurita presente un semblante más serio: el del socialdemócrata Franz-Walter Steinmeier.

Un día lluvioso del pasado febrero, Steinmeier lo vio claro: podía llegar a canciller montado en un Opel. A falta de otros recursos electorales, el ministro de Asuntos Exteriores haría de la salvación de la marca del rayo su banderín de enganche electoral. Acudió a Rüsselsheim, la cuna de la mítica empresa, y arengó a 15.000 operarios: "Opel sois vosotros, Opel debe mantenerse, haré todo lo que pueda por ayudaros". Por primera vez, Steinmeier transformaba su ausencia de carisma en capacidad de liderazgo.

 

Un mes después presentó un plan de 10 puntos para salvar Opel. La insolvencia de la automotriz ni se nombra: 130.000 parados generarían un lastre anual de 2.500 millones de euros para las arcas del Estado.

Por eso, Steinmeier comienza a meditar ayudas públicas, al menos hasta que surja un inversor privado. No ha de esperar mucho: en aquellos días de finales de invierno, le telefonea el ex canciller austriaco Franz Vranitzky, también socialdemócrata y miembro del consejo de administración de una firma de componentes para automoción. Magna acaba de saltar a escena.

Intereses cruzados

Su manager, Siegfried Wolf, se reúne con Steinmeier. Le presenta su propuesta, muy favorable para los intereses de Berlín: a cambio de créditos públicos, mantiene las cuatro plantas que Opel tiene en otras tantas regiones alemanas -donde reside un tercio del cuerpo electoral germano- y traslada el grueso de los recortes laborales y de producción al extranjero.

 

El austero Wolf y su benévolo plan para Alemania cautivan a Steinmeier. Por aquel entonces, el favorito de Merkel aún es Sergio Marchione, jefe de Fiat, de aire 'berlusconiano' y pregonero de una espinosa reestructuración laboral. La canciller no tardará en rectificar.

 

A Wolf, además, le asisten otros encantos: a mediados de abril, acude como invitado al 65º cumpleaños de Gerhard Schröder, un auténtico pozo de contactos. En esta colección de matrioskas, la del ex canciller germano es suficientemente grande como para albergar no una sino varias claves en su seno. Schröder es el mentor de Steinmeier, tiene conocidos en Magna y ejerce como el mayor valedor de Putin en Occidente: tres muñequitas de una tacada.

 

"Solo podemos suponer su papel en todo esto", apunta Thomas Hanke, jefe de Opinión del respetado diario económico 'Handelsblatt'. Schröder parece el lazo que anuda todas las partes, aun cuando él se esfuerza en desmentirlo. O precisamente por eso. Su discípulo Steinmeier, da algunos indicios al 'Bild': "Los dueños de Magna apuestan por la apertura de mercados en Rusia y necesitan a Schröder".

Se cierra el círculo

En este punto del relato es donde la historia adquiere caracteres cirílicos. Al frente del Sberbank se sitúa formalmente German Gref, un ruso de origen alemán, aunque al tratarse de un banco semipúblico, en realidad, las decisiones parten del Kremlin.

 

Moscú asiste con preocupación al derrumbe de la automotriz GAZ, montadora de los viejos camiones del Ejército Rojo. Desde la disolución de la URSS, GAZ acumula una deudas de mil millones de euros: hace un año empleaba a 100.000 rusos; hoy, oficialmente, a 50.000; y en diciembre a menos de 36.0000. La caída de semejante símbolo implica un colapso industrial en la región del Volga y Putin asume que solo una modernización de la mano de algún socio occidental evitará la ruina. Para acceder a la tecnología de Opel, el primer ministro ruso recurre un banco semipúblico, Sberbank, en serios aprietos contables pero al que, presumiblemente, es fácil de reflotar con los 'petrorublos' del gas. Así se teje el último hilo argumental de este acuerdo a mil bandas.

 

GAZ es hoy propiedad de Oleg Deripaska, el más joven representante de la prolífica escuela de oligarcas post-soviéticos y amigo de Putin.

Deripaska ha contado en el pasado con participaciones en infinidad de empresas, como Magna. Esa no es la única coincidencia. GAZ tiene contraídas numerosas obligaciones con Sberbank, de modo que al Kremlin le interesa, también económicamente, que GAZ sobreviva.

Exactamente lo mismo que ocurre con Magna -duramente golpeada por la crisis-, cuyo primer cliente no es otro que GM. En ambos casos, las empresas compradoras cifran en la salvación de Opel la suya propia: de deuda en deuda hasta el beneficio final.

 

Aquí se juntan la matrioska más expuesta y la más recóndita. Merkel habla con Putin, con quien tiene un trato fluido y rápidamente advierte las ventajas de la propuesta de Magna. En paralelo, Rusia rescata de la quiebra a dos astilleros de la antigua Alemania Oriental, circunscripción electoral de Merkel. Todo encaja. Los peores temores de Steinmeier se confirman: él ha gestionado el acuerdo, pero las medallas serán para Merkel, que el 30 de mayo oficializa su apoyo a Magna. Tres meses después, su apuesta gana. Al imponer su candidata, además de en salvadora de Opel, Merkel busca erigirse, por fin, en la gran matriarca de Alemania: la matrioska.