A punto de estallar

No sé ustedes, pero yo no hay día que no encuentre en el buzón alguna publicidad de inmobiliarias. "Buscamos pisos en esta zona", "¡Venda su casa YA!", me gritan papelitos de colores que no dejan lugar a dudas: algo ha cambiado en los últimos meses.

En mi barrio, hace unos años, las agencias inmobiliarias florecían sin control. Y de repente, arrastradas por el derrumbe de la economía, bajaron la persiana una detrás de otra.

Había estallado la burbuja. Lo único bueno de aquello es que aprendimos que hay que controlar los precios de los pisos y no conceder hipotecas como quien regala caramelos si no queremos volver a pasarlas canutas.

Y ahí estamos. O eso pensaba yo. Hasta que los anuncios de venta de pisos empezaron a inundar mi buzón. Y hasta que los amigos que viven de alquiler comenzaron a contarme la pesadilla en que se ha convertido la búsqueda de vivienda.

En Zaragoza no es tan agresivo. Pero en ciudades como Madrid y Barcelona los precios suben entre un 10 y un 15% al año en los mejores casos y los inquilinos tienen asumido que, cada vez que toca revisar el contrato, lo más probable es que tengan que dejar su casa y buscarse otra más barata.

Solo que un piso más barato supone alejarse cada vez más del centro de la ciudad y conformarse con una vivienda peor: más pequeña, más vieja, peor conservada...

Los bancos tampoco han relajado la concesión de hipotecas, así que los jóvenes –principales víctimas de este problema– no pueden ni soñar con comprarse un piso. No pueden comprar y, a este paso, tampoco van a poder alquilar nada en condiciones. ¿Dónde se supone que van a vivir?

La burbuja del alquiler está ahí, creciendo delante de nuestras narices, pero nadie hace nada para evitarlo.

Y mientras tanto, los centros de las ciudades se quedan sin vecinos, convertidos en parques temáticos donde solo hay oficinas y apartamentos para turistas.

Diez años se van a cumplir del inicio de la crisis. Y no hemos aprendido nada.