Empleo, salarios y desigualdad

Chema Moya/Efe
Empleo, salarios y desigualdad

El crecimiento de la desigualdad en España durante los años de la Gran Recesión se ha situado a la cabeza de Europa. Y cuando se evalúa el papel que han desempeñado las políticas redistributivas se concluye que, si bien han compensado una parte del aumento de la desigualdad, no han sido capaces de contrarrestar en su totalidad las negativas consecuencias de la crisis.


Sin embargo, un examen más detallado de los datos sobre distribución personal de la renta en España pone de relieve que al dividir a la población en dos grupos, en función de la edad de los sustentadores principales de los hogares, se observa que la desigualdad entre los pensionistas es incluso menor que antes de la crisis (y otro tanto sucede con la tasa de riesgo de pobreza). Por el contrario, entre quienes se encuentran en edad de trabajar, la desigualdad –medida por el índice de Gini– aumentó un 14% entre 2006 y 2013 y la tasa de riesgo de pobreza –el porcentaje de población cuya renta media equivalente se sitúa por debajo del 60% de la renta mediana– pasó del 16% al 22%.


Es algo muy positivo que, salvando algunas excepciones, la vejez haya dejado de ser sinónimo de pobreza en nuestro país; porque las pensiones han cubierto con eficacia las necesidades de las personas mayores. Pero, en sentido contrario, la crisis ha golpeado con especial dureza las rentas de numerosos hogares formados por jóvenes y otros adultos situados en las franjas intermedias de edad, sin que el mismo Estado de bienestar haya sido capaz de arbitrar mecanismos suficientes de compensación.


La clave de las tendencias de la desigualdad en España ha de buscarse, por tanto, entre la población activa. Y principalmente en dos factores explicativos: el aumento de la desigualdad de los ingresos del trabajo provocado por el desempleo, la temporalidad y la desigual evolución salarial; y la limitada capacidad de las políticas sociales para proteger a los hogares sin presencia de pensionistas. Limitada, sí, pero no irrelevante. Las prestaciones por desempleo, tanto contributivas como asistenciales, y otras transferencias de menor cuantía, han corregido casi la mitad del aumento de la desigualdad generado por las rentas procedentes del mercado. Incluso en un marco de consolidación fiscal como el que tiene lugar en España desde 2010, la impronta del Estado de bienestar ha permitido atemperar una parte muy notable de los efectos de la crisis sobre la desigualdad. Pero no ha sido suficiente.


Informes de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) y estudios llevados a cabo con una muestra continua de vidas laborales ponen de relieve que el aumento de la desigualdad originado en el mercado de trabajo en España se debió entre un 60% y un 80% al efecto del desempleo y el resto al aumento de la dispersión salarial entre los ocupados. El paro ha sido, por tanto, la causa principal del aumento de la desigualdad en España. Pero no la única. La caída media del salario anual bruto real entre 2008 y 2013 en el colectivo de trabajadores que no perdió su empleo fue del 1,6%, mientras que para los que transitaron entre el paro, la ocupación y la temporalidad, dicha caída llegó hasta el 17%. Pero lo que resulta aún más significativo por sus efectos sobre la desigualdad es la diferente intensidad de la caída según la posición de estos últimos trabajadores en la escala salarial. Así por ejemplo, para el 20% de los trabajadores con menores salarios en 2008 el descenso de los ingresos brutos reales entre ese año y 2013 superó el 21%.


En suma, el aumento de la desigualdad entre la población activa se explica, primero, por el crecimiento del desempleo y segundo, por la mayor intensidad de la reducción de los salarios entre los trabajadores con menores oportunidades de empleo y situados en la escala inferior de ingresos


Si aceptamos que la desigualdad tiene efectos perniciosos sobre el crecimiento económico y la cohesión social, podrá afrontarse como una tarea compartida la necesidad de arbitrar políticas económicas y sociales que hagan frente a ese enemigo común.


A mi juicio, dichas políticas deberían focalizarse en tres ámbitos principales. 


En primer lugar, y de acuerdo con el diagnóstico anterior, perseverar en la creación de empleo y reformar las políticas activas de inserción laboral.


En segundo lugar, arbitrar mecanismos de reparto más equilibrados entre las rentas del trabajo y del capital, entre los que debería considerarse el aumento del salario mínimo interprofesional y un proceso de negociación colectiva que permita a los trabajadores recuperar una parte del crecimiento de la productividad de las empresas.


Y finalmente, reforzar la cuantía y progresividad de la protección social activa para quienes, a pesar de todo, se sitúan en los márgenes de la pobreza económica. La clave no está solo en el tamaño del gasto, sino también en su progresividad. El Estado de bienestar tiene que prestar una mayor atención a las necesidades de los jóvenes con una adecuada cobertura de sus necesidades.

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