Los cien años del otro Camilo José Cela

Cuando se cumplen cien años del nacimiento de Camilo José Cela, premio Nobel de Literatura, la publicación de las cartas a su primera esposa, Rosario Conde, nos introduce en la personalidad íntima del escritor, diferente del personaje que representó.

Faltan artículos y actos para conmemorar el centenario del nacimiento de Camilo José Cela. Casi todos los países están orgullosos de sus premios Nobel o de los creadores que triunfan. El nuestro es cainita y prefiere destruir a los que llegan arriba. Afortunadamente, Camilo José Cela Conde, su hijo –que no tuvo una relación fácil con su padre, especialmente en los años finales, tras el matrimonio del escritor con Marina Castaño– ha rescatado la correspondencia entre Camilo y su primera mujer, Rosario Conde y ha editado un libro imprescindible, ‘Cela, piel adentro’.


Imprescindible, no solo porque está bien escrito –Camilo cuidaba hasta las cartas que escribía–, sino porque nos presenta a ese otro Cela, dulce, tierno, enamorado, angustiado por la situación económica de la pareja, desconocido para casi todos, seguramente porque él mismo quiso que fuera así. Cela creó un personaje que escondía al verdadero Cela. Un personaje que se transformaba en función de las necesidades, del interlocutor o del medio: provocador, vanidoso, soberbio, ácido y hasta descortés, escatológico, devorador de todo y de todos, cordial... Seguramente habría ganado el Nobel igual –o no–, pero no habría sido lo que fue. Francisco Umbral lo vio claro y copió también su personaje, que escondía –a veces hasta que fuera casi imposible encontrarlo– a la persona real.


Yo entrevisté a Cela a principios de los setenta, cuando escribía mi tesis fin de carrera. Camilo ya era uno de los grandes. Vendía más de cien mil ejemplares de sus libros. Le pedí una entrevista por carta –no niego que con escasas esperanzas de que atendiera a un estudiante de periodismo– y me recibió enseguida en su casa de Torres Blancas, en Madrid. Me atendió en camiseta, mientras Rosario Conde se movía por la casa y de vez en cuando nos interrumpía. Cuando nos despedimos, me dijo que le mantuviera al tanto de mi trabajo y que le escribiera a Palma de Mallorca. Cuando le mandé el libro –publicado gracias al apoyo impagable de José Altabella y a la generosidad impresionante de Conrado Blanco–, me envió una carta en la que decía: "Su libro sobre el nunca bien llorado Víctor de la Serna es hermoso y lleno de fervor. Así se debe escribir. Reconforta leer libros como el suyo en un país en el que la mala leche se ha convertido en el deporte nacional. Víctor bien se merecía el homenaje que usted ha sabido brindarle; se lo agradezco, como amigo del gran hombre desaparecido, de todo corazón". Cuando muchos años más tarde visité su fundación en Iria Flavia, tuve la ocasión de ver todos los recuerdos que él –y con él, Rosario Conde, la gran desconocida de su vida– fue guardando: cuadros, libros, papeles, las botellas vacías que en los años cincuenta se había bebido con escritores que empezaban a ser conocidos como él y otros muchos que quedaron en el camino, la correspondencia que mantuvo con todo el mundo... Allí estaban también las cartas que yo le envié y la copia de las que él escribió a un joven y desconocido estudiante de Periodismo. Lo guardaba todo porque sabía que iba a ser uno de los grandes escritores españoles de todos los tiempos.


El Cela soberbio y provocador escondía a otro que abrió de par en par las puertas de su casa de Mallorca a muchos estudiosos de su obra, que fue generoso y amable. Otro Cela, el mismo Cela. Alguien, con más luces que sombras, al que no debemos olvidar nunca.