El Zaragoza salva por fin la temporada más compleja

El equipo de Láinez acaba en Gerona con la incertidumbre acerca de su futuro, tras medio año asomado al peligro. El empate a cero de Montilivi abre un periodo de reflexión antes de abordar a fondo el siguiente proyecto deportivo.

Marcelo Silva protege un balón ante la presión de Sandaza, delantero centro del Girona.
Marcelo Silva protege un balón ante la presión de Sandaza, delantero centro del Girona.
Marc Martí / Diari de Girona

Tres entrenadores, revolución de verano, revolución de invierno, cambio de dirección deportiva, fichajes estrellas que calientan banquillo, el abismo situado justo bajo los pies durante varias semanas.... Pocas veces el Real Zaragoza ha tenido que gestionar al mismo tiempo situaciones tan extremas, que suponen un desgaste anímico brutal para futbolistas, técnicos, responsables deportivos y, por supuesto, directivos.

Seguramente, ésta ha sido la temporada más compleja de la historia moderna del club aragonés. Acaso lo haya sido también de casi toda su vida, quitados aquellos años de postguerra que ya buena parte del zaragocismo conoce por el repaso historiado de la trayectoria del club y no por haber sido testigo directo.

El empate de ayer en el estadio de Montilivi pone por fin siete cerrojos a las incertidumbres que se cernían sobre el futuro del club del escudo del león. En este orden, desde la noche de ayer se respira aquí hondo, con evidente alivio, porque la negra suerte que ha corrido alguna institución con lustre, como es el caso del Mallorca, tampoco anduvo tan lejos.

Si el tono del partido de Montilivi resultó semejante al de los pactos tácitos que de tanto en tanto se dan en las grandes competiciones internacionales, aquí hay una razón poderosa para ello. El Real Zaragoza se estaba jugando más que la temporada, más que la dignidad deportiva, más que el resultado de una tarde de domingo con horarios unificados. Se jugaba la historia, o, dicho de otro modo, seguir haciendo historia.

Dijo César Láinez, entrenador aragonés y zaragocista de cuna, que en estas semanas estaba ante los partidos más importantes de su vida, palabras que desde cierta perspectiva no son metáfora, sino realidad desnuda, pura, descrita por alguien que ha disputado y ganado como guardameta del Real Zaragoza finales de Copa del Rey.

La otra parte necesaria para que el tono del encuentro fuera el que fue la puso casi de modo inevitable el Girona, que durante tres veces tocó antes con fuerza el picaporte de las puertas de Primera y en tres veces el destino le negó el acceso. Ayer, con casi todo a su favor y con la fiesta del ascenso preparada en las gradas de Montilivi, no quiso asumir riesgos ni abrirse a escenarios de competición dura. Caminó por lo seguro.

El empate situó a los catalanes en la élite del fútbol español y al Real Zaragoza ante un obligado periodo de reflexión, para evaluar los porqués del manifiesto desvío. Esta vez, la escuadra de La Romareda no ha luchado por ascender a Primera, ni siquiera por poder jugar la promoción de ascenso. La realidad ha dictado algo más crudo y menos brillante, en nada acorde con las exigencias societarias e históricas.

Conviene sopesar de modo adecuado qué ha ocurrido en la dirección deportiva, por encima de nombres propios o de personalidades. Se trata de política. De dirección. De líneas maestras. La tendencia no es ascendente. El Real Zaragoza pasa por un grave atasco de naturaleza deportiva desde hace más de un lustro. Ha quedado abocado a jugar por quinta temporada consecutiva en Segunda División, un dato revelador, que no obedece ya a coyunturas.

Antes de abordar a fondo la construcción del siguiente proyecto deportivo, quizá mereciera la pena detenerse por unos momentos. El ascenso no es una cuestión azarosa o de cálculo de probabilidad, por llevar escrito en la camiseta el nombre del Real Zaragoza. La conquista de este objetivo obedece a fundamentos futbolísticos.

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