Rubial, el especialista incisivo de la banda
Ha muerto Laureano Rubial (Luarca, 1947-Zaragoza, 2024), el extremo derecho de ‘Los Zaraguayos’, vibrante, rápido y regateador, casi siempre con las medias caídas, que desbordaba, combinaba bien con sus compañeros y tenía la verticalidad y el buen centro en la cabeza.
Nació en Luarca en 1947 y pronto demostraría que poseía una condiciones formidables para el atletismo. Lo hacía todo bien, con marcas más que prometedoras, y parecía que el de corredor iba a ser su destino. Y en cierto modo lo fue. Pasó muchas horas en las playas de Asturias y allí descubrió otra pasión: la pelota. Y el regate, que ejecutaría en corto y en largo. Era habilidoso y rápido, y llevaba la línea de cal en la imaginación y en la bota.
Tras los inicios en infantiles pasó al Langreo, donde conoció a Luis Cid Carriega; jugó en las categorías inferiores del Real Madrid, fue cedido al Pontevedra, aquel que se había hecho famoso por el lema ‘hai que roelo’, llegó a ser un campeón de invierno inesperado en 1965. Volvió a la órbita del Bernabéu, coincidió con algunos integrantes de lo que había sido el Madrid ye-yé (Pirri, Zoco, Amancio, Velázquez o Gento), pero finalmente fue traspasado al Real Zaragoza, donde cosecharía sus mayores glorias.
Jugó seis temporadas completas, 180 partidos, anotó 17 tantos, e integró uno de los mejores equipos de todos los tiempos de los blanquillos. Aquel que podían formar Nieves, Irazusta o Junquera; Rico, González, Royo (a veces Heredia o ‘Cacho’ Blanco); Planas Violeta; Rubial, García Castany, Diarte, Arrúa y Soto (a veces Juanjo o Simarro; en ocasiones podían entrar, entre otros, Ocampos, Galdós, Duñabeitia y Pepe González). Aquel conjunto que realizó un fútbol moderno y formidable, de plasticidad y eficacia, bajo la dirección paternal y bastante intuitiva de Carriega, logró un tercer puesto en la temporada 1973-1974, el año apoteósico y único en realidad de Cruyff en España; un subcampeonato en 1974-1975, con el inolvidable 6-1 al Real Madrid campeón el 30 de abril de 1975, donde el estadio se convirtió en un auténtico teatro de los sueños y de las virguerías; y tras el descenso, el equipo logró el retornó en la campaña 1977-1978 y el título de Segunda con Arsenio Iglesias al mando.
Laureano Rubial fue un jugador singular. Veloz, batallador, lúcido, osado y con un variado caracoleo. Se asociaba a las mil maravillas y se entendió con el exquisito García Castany, un maestro del toque de la fantasía, y con aquellos vendavales de calidad y fuerza y remate que eran Diarte y Arrúa. En el campo, y luego fuera, su gran amigo fue Javier Planas, un medio muy inteligente y con gran clase, con dotes de mando y enorme visión de juego, al que una lesión interrumpió su carrera. Planas, como se recordará, tenía detrás al mariscal de aquellos días: el pundonoroso José Luis Violeta, el 'León de Torrero'.
Rubial era en aquellos años 70 uno de los mejores extremos de España: rivalizaba con Lora del Sevilla y con Amancio del Real Madrid, con Rexach del Barcelona, con Fuertes del Valencia, con Aguilar del Atlético de Madrid (que empezaba a sustituir a un excepcional Armando Ufarte) y con Manolín Cuesta del Español, pero no palideció ante ninguno. Dejó su impronta, su sello, su calidad, su entusiasmo, su despliegue bullicioso. Era de los que se desfondaban partido a partido, casi un pillo de playa, y vivió tardes y noches maravillosas en La Romareda y en otros campos, algunos europeos. Dos de sus mejores choques, como él solía recordar, fueron contra el Grashoppers (en aquella noche de 1975 y de un 5-0, Rubial marcó los dos primeros tantos) y el Borussia Mönchenglabach, en el que formaban Stielike, Simonsen, Bonhoff y Heynckes, nada menos.
Sufrió cáncer y en los últimos años la vida no fue exactamente amable con él. Se asentó en Zaragoza y con sus camisetas de flores, de color y de aura tropical, no negaba ni la charradica ni el recuerdo de sus buenos días de auténtico especialista de la banda derecha: avanzaba siempre, como un ciclón o como un hurón, con su cuerpo en apariencia menudo, explosivo, imparable, dispuesto a convertir el juego en una sinfonía de movimientos (el desmarque) y de combinaciones y de asistencias, y a la vez en un correcalles. Hay vidas que se justifican por la alegría de un regate.