FINAL DE COPA DEL REY. DEPORTES

La final se tensó de incertidumbre y ganó el mejor a los puntos: la Real

Bajo una gran tormenta, se libró en Sevilla un partido desigual: los campeones exhibieron su libreto, el Bilbao no encontró ni el músculo ni la luz

Final de la Copa del Rey en Sevilla.
Así celebró Oyarzabal su tanto de penalti. Fue el héroe de la final, aunque el MVP fue Merino.
Julio Muñoz/Efe.

Terminado el partido, más emocionante por el resultado incierto que por la calidad del fútbol, un seguidor donostiarra me mandaba un mensaje: “Qué nervios. Qué mal lo he pasado”. Qué mal lo pasaron todos. La final pareció volverse apocalíptica desde el principio bajo ese diluvio inicial tremendo, ideal para las gestas. O la épica de la resistencia. Iba a ser también la batalla de las canteras y de dos estilos opuestos; rocoso el Athletic, demasiado justo de juego y de creación, sobre todo si Muniain no encuentra espacios ni cose el balón al pie; más preciosista la Real, enganchada a la sabiduría y a la filigrana de David Silva y al juego tenaz, de oxígeno y salida, de Mikel Merino.

Los dos equipos salieron con mucha prevención: el Bilbao adelantó las líneas e intentó bloquear las salidas de la Real Sociedad, y pareció lograrlo un poco. Los blanquiazules reculaban en exceso, no hallaban espacios para abrir ventanales y hasta sus futbolistas de arriba parecían sin ángel: no progresaban ni Oyarzabal ni Isak ni el carrilero Monreal, que se estrellaba una y otra vez con sus propios errores. A partir de los quince minutos o algo más, los donostiarras se hicieron con el dominio del campo y con la posesión de la pelota.

Triangulaban en el centro del campo, avanzaban hacia la media luna y allí Silva amagaba, servía, enviaba un pase interior, intuía el desmarque de esa gacela negra que es Isak. El Bilbao a la contra podía ser incisivo: Williams, que no tuvo su noche ni tampoco recibió los pases adecuados, ensayó un movimiento y sirvió un buen pase que Raúl García, todo corazón siempre con esa veteranía que es tan inteligente y necesaria para los suyos como incómoda para el rival, ajustó lo mejor que pudo. Remiro, atento, hubiera evitado el tanto. Todo siguió la misma tónica: la Real elaboraba y elaboraba, sin mucha mordiente, y el partido se tensaba de incertidumbre. Eso sí, el Bilbao no encontraba una estrategia de brillo ni el modo de hacerse con el mando del choque.

La segunda parte se igualó en nerviosismo y en ausencia de lucidez. El baremo de inspiración era bajo por parte de los dos. Con todo, el balón seguía siendo realista. Y Portu, esa culebra impredecible, empezó a amenazar. Y ahí, en pleno desconcierto, con la precaución subida de tono, apareció Mikel Merino y lanzó al extremo explosivo. El cruce con Íñigo Martínez fue merecedor de penalti, y de la anécdota de la noche, que en otra circunstancia daría mucho que comentar y analizar: el central fue expulsado y repescado gracias al VAR. La norma es bastante absurda: te dan el peor castigo del fútbol, el penalti, pero además te pueden mandar a la caseta. Oyarzabal, que no había estado brillante hasta entonces, marcó. Era el elegido. La Real se vino arriba unos minutos más, pudo haber ensanchado la cuenta, pero le faltó ambición, determinación y acierto. El huy rondó dos o tres veces la portería de Remiro; el exoscense estuvo en su sitio: centrado, serio e inspirado.

El baile de los cambios afeó el juego, pero también le dio bríos a un Bilbao que había estado algunos minutos abatido y vencido. Pero ayer no era su día, ni siquiera con el milagroso Villalibre. El bloque de Marcelino no halló argumentos ni exhibió, más allá de su fibra rocosa y su honestidad, ideas, talento, un resquicio serio de calidad para prolongar el partido, que contó con ocho minutos extras, hasta la prórroga. 

La Real Sociedad ganó con todo merecimiento gracias también a una excelente defensa, sobre todo por el centro: Zubeldia y Le Normand estuvieron a una inmensa altura. Sólidos, rápidos, seguros de su misión y entregados hasta el último segundo. Por eso, también, pareció que ayer Iñaki Williams ni era el jinete eléctrico ni el caballo desbocado que rompe la armonía de cualquier defensa. Y pareció otra cosa, quizá más sutil: Imanol Alguacil le ganó la partida táctica a Marcelino con laboriosidad de ajedrecista y sin echar nunca las campanas al vuelo. Y le ganó de la mano, como le gusta hacerlo: adueñándose del balón. Venció el que creyó que el buen fútbol es una forma de atrevimiento y un apéndice de la alegría.

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