Portugal burló a Francia con su lentitud letal

?Se cumplió el axioma: quien perdona tanto, pierde. Los franceses sucumbieron ante el trabajo parsimonioso que elaboró Fernando Santos, por un gol de Éder al contragolpe.

Final de la Eurocopa
Final de la Eurocopa
Agencias

Fernando Santos, fumador empedernido, católico y sentimental, no cree en la enfermedad portuguesa que cantan los poetas. Es de la tribu dura y airada de los parias y de los estrategas. Sabía que una vez allí, en la otra ciudad de la luz (él es de Lisboa: la ciudad de la luz abierta al mundo de los navegantes), todo era posible. Hasta que se cumpliera su profecía.


Sus chicos y él habían ido a por todo y a por todas. A veces parece un tipo colérico, mal encarado, casi violento, pero se le ven detalles de paternalismo, de afecto profundo hacia sus jugadores. Los protege, les enseña el camino, los cambia de sitio, les otorga responsabilidad, como hizo con Renato Sanches o con Joao Mário, o con Éder, ese delantero al que nadie esperaba y que incendió Francia y las esperanzas del mundo.


Fernando Santos sabe que a los azules franceses les cuesta pensar. Los jugadores de Deschamps son prodigiosos en cuanto a condición física, parecen de acero o hormigón armado (incluso Dimitri Payet, que lesionó a Cristiano Ronaldo), a veces no se sabe si son motos, coches o caballos, tal como pareció insinuar un anuncio publicitario anterior al choque, y llegan a arriba por pura potencia, por desmelenamiento y agresividad. El caso más claro ha sido Moussa Sissoko, un torbellino incontenible capaz de destrozarlo casi todo, que asumió no la dirección de juego, que no la tuvo Francia, sino la intensidad, el desborde, la dentellada que provocaría tarde o temprano el gol.


Antoine Griezmann ni fue mosquetero ni el cerebro ni el principio de la revuelta necesaria: anduvo un tanto errático, sin sitio, un poco huidizo y conformista, pudo marcar de un servicio impecable de Payet, tuvo dos o tres intentonas más, pero no se puede decir que compareciese mucho en un día imperfecto. Quizá pensó, o sintió, que debía solidarizarse con Cristiano Ronaldo, herido en una rodilla. El hombre de Madeira dejó el campo teatralmente, entre lágrimas, que ya no le abandonaron hasta que se produjo lo inesperado: el gol de Éder. El milagro de todos los torneos. El delantero de Guinea-Bissau, de origen brasileño, ratificó un viejo axioma: cuando se perdona tanto, cuando no se aprovecha la superioridad y falta el auténtico coraje, el sentido histórico y el orgullo del campeón en casa, el rival apuntilla. Y humilla a todo un país. Portugal, que había hecho poco y había resistido mucho, sentenció con una jugada espléndida.


No se puede decir que Portugal haya jugado mejor que Francia. No. Pero quizá sí se deba decir. Fue más inteligente en sus limitaciones, empleó mejor sus armas, emborronó el juego cuando y cuanto quiso, lo volvió denso, insustancial y opaco, se abrazó a su extraordinario portero y le dio alas a Nani, que ha sido su mejor jugador con Rui Patrício. Francia quiso un poco, solo un poco, y se desfondó. Tuvo algunos arreones pero siempre fue un equipo impersonal, desarmado de claridad, un quiero y no puedo. Portugal se abrazó a sus certezas: los defensas Fonte y Pepe, sintió que William Carvalho, sin brillantez ni estridencia y sin errores, hizo su trabajo inmisericorde y gris, barrió su media luna y el centro del campo con serenidad y astucia. Santos intuyó que Quaresma está en el fútbol para lograr un milagro y que Joao Mário es ese jugador tranquilo y vibrante, de oficio, que alarga al equipo. Es sobrio, técnico, con sentido coral, que adormece al adversario. Joao Mário se vació para que Portugal fuese como un narcótico para Francia: el colectivo luso sobrevivió con agotamiento y ejecutó por aplastamiento.


Este partido lo hemos visto muchas veces. Portugal obtuvo el gran premio y Francia decepcionó: si a veces le sobró pundonor, le faltó auténtico corazón, aceleración y compromiso. En el fondo, le faltó fútbol y el verdadero ritmo que conduce al gol. Deschamps nunca se percató de que Francia carece de fantasía: no hay ingenio ni sutileza que alimente a sus atletas.

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