ADIOS AL ARTISTA ZARAGOZANO

Vicente Pascual, la subida a su monte interior

Pidió un deseo, que le fue concedido: hacer una última pintura. Pintó las montañas, un riachuelo y un sendero; dibujó una valla y en la valla dibujó una puerta, y por ella se fue sendero arriba.


A Vicente Pascual lo conocí de verdad en un viaje en autobús en el que por esos azares de la vida coincidimos en asientos contiguos. Era el mítico año 68. Vicente iba a Barcelona, yo me quedaba en Lérida. Vicente, al que llevaba años tratando como artista (lo entrevisté junto a su hermano en la Galería Atenas, en la que fue la primera gran exposición de La Hermandad Pictórica, entonces también Aragonesa). Me habló de su viaje, el único, el verdadero, el que haría a las fuentes del hinduismo, que es, como decir, de la sabiduría. Vicente, que había vivido muchos años en Estados Unidos, en Indiana, no había sido tocado por el "american way of life", y permanecía fiel a sus principios, había seguido siendo hijo de la India. Y con él, su obra, era una consecuencia de esta filiación.


Murió el pasado jueves, 25 de septiembre, en Utebo, tras sufrir una larga enfermedad, y fue enterrado ayer en Jarque de Moncayo. Vicente ha sido, ante todo, un resistente. Y a despecho de los vendavales que azotan el arte -y la vida, claro-, él seguía su discurso, lenta, pausadamente, con la convicción de estar en un camino que no tenía alternativa, donde todo lo más había cambios de paisaje. Lo reflejaba ese pensamiento de Heráclito de Éfeso que él puso al frente del catálogo de su exposición en el Torreón Fortea, titulada "Nunc" (Ahora): "Si no hubiera sol las estrellas no podrían impedir que fuera de noche". Es como decir que la esencia de las cosas es inamovible, que la vida es lo que es y que el arte también. Y él estaba por lo que estaba, por su mundo alquímico en el que trabajaba la mano y la sensibilidad, el amanuense y la materia. Un trabajo que se fusionaba a medida que se producía, en un constante juego de opuestos -el círculo y el cuadrado, lo alto y lo bajo, el anverso y el reverso-, que remitían a la eterna síntesis unitaria del ying y el yang. Vicente, nunc... et semper.


La serena tensión del samurai


Vicente Pascual Rodrigo (Zaragoza, 1955) había nacido al arte junto a su hermano Ángel, La Hermandad Pictórica Aragonesa, y hasta el año 89 hicieron juntos su camino. La Luzán fue el último escenario de su trabajo conjunto, de sus paisajes del alma, el "Ante Diem". Ángel y Vicente marcharían en los primeros años ochenta a Mallorca, y Vicente, posteriormente, al Nuevo Mundo. Vicente volvería a exponer, por primera vez individualmente, en Zaragoza, en abril de 1992, en el Torreón Fortea. En su nueva etapa, nuevos soportes y nuevos materiales donde el paisaje, motivo permanente, era sólo el medio o lenguaje con el que expresarse como pintor. Una obra que él mismo califica de dramática, como una forma de acotar el sentido último que la informa, esa tensión interior que da vida al cuadro, la del samurai que, tras su calma ritual, lanza toda su energía en el golpe definitivo. Basho era uno de sus maestros: "No sigo a los antiguos; busco lo que ellos buscaron". El paisaje no fue su tema, fue su vehículo de expresión: "El paisaje es como mi lengua, mi medio, mi vehículo. Como el instrumento para un músico. Pero mi obra no es el medio, el paisaje en este caso; mi obra es lo que comunico, lo que expreso a través de ese medio".


El propio artista trazó así su itinerario: "Mi trayectoria, primero como Hermandad Pictórica, luego en solitario, se inicia con el pop, luego sigue con un cierto realismo onírico, muy de la época, y luego llega el paisaje como copia de la realidad: es la etapa del Pirineo, cuando me fui allí a vivir. Sentía la necesidad de discriminar y buscar un orden para que mi pintura no fuese una cosa subjetiva. Entonces empecé a trabajar sobre la sección áurea, dentro de un orden matemático. Esta etapa duró unos tres años, y fue de una identificación total con el paisaje. Es la única etapa en que he sido totalmente realista. Luego los paisajes empezaron a ser imaginados, sustituyéndose la aritmética por la geometría, hasta que se han convertido en geometría de base. Los paisajes se han hecho totalmente inventados, sintetizándose en ellos la memoria y las vivencias. Digamos que se ha producido un paso de la identidad con el paisaje a la convivencia".


La geometría y la mística


En diciembre de 1996, Vicente vuelve a Zaragoza, a la Galería Antonia Puyó. También inicia una itinerante de Ibercaja. El paisaje ya ha llegado a una extrema síntesis. Es el trabajo de sus dos últimos años en Indiana, en Estados Unidos. Pese a su apariencia distinta, el pintor insiste en la continuidad de su obra actual con la anterior. "El paisaje no es una posibilidad agotada". Pero la geometría cobró protagonismo, presidida, eso sí, por Nemosine. "Desde el 92, mi trabajo iba tomando más importancia la geometría en la composición, y a medida que cuidaba más este aspecto iba comprobando que este elemento metódico que supone la geometría, el rigor de la geometría, me permitía verdaderamente ser mucho más libre. Esto hay que relacionarlo con la búsqueda del equilibrio, que siempre persigue mi obra. Y resumía así lo esencial artístico: "Hay que recordar que las musas eran hijas de Nemosine, la memoria. Lo cual es muy sugerente. El rigor, la serenidad, la intuición, la memoria, estas dos últimas, retrospectivas, son valores que hay que conjugar en toda obra de arte. Las culturas primitivas, los pueblos isleños, utilizan mucho lo redondo, lo espiral, mientras que los pueblos del desierto van a una geometría más rectilínea. Esta geometría es la que está más presente en mi obra".


La síntesis de esa trayectoria vendría a plasmarse por una vía metafísica. En la vanguardia hay un gran deseo de recuperación de los planteamientos espirituales, diría el artista. Y Veruela sería el gran escenario donde representar ese proceso. Era septiembre de 1999. Adentrándose en un paisajismo cada vez más esencial, centró su trabajo en el estudio del simbolismo en la geometría, su coincidencia intelectual interna en las más diversas culturas y sus divergencias formales externas. A modo de tapiz, de alfombrilla de oración, que une al hombre con lo ancestral, con lo originario, el artista nos pone frente a una representación del mundo, siempre incógnita, en muchas ocasiones laberíntica, y ante la que parece invitarnos a comprender, a salir del enigma por el camino de la meditación.


En diciembre del 2006, Vicente nos deja su testamento: "Las 100 vistas del Monte Interior". Produce mucho respeto circular por sus páginas, que hay que hacer pausadamente, en silencio, en abandono del mundo de lo externo. Porque introducirse en él es como hacerlo en un recinto sagrado, en un templo sapiencial nunca hollado por desarmonía alguna, un santuario del equilibrio y la simetría, es decir, de la perfección. Entrar en el Paraíso. Imagino a Vicente en el ascenso a su monte interior como el propio Fujiyama de su inspiración, con su "poderosa mansedumbre" y su "noble firmeza".