Acabo de ver la serie sobre el caso Asunta. Me ha parecido excepcional en muchos sentidos: me ha enganchado, me ha dejado con más preguntas que respuestas y ha hecho que me dedique a escarbar en la información que se publicó y en la que se ha generado a raíz de la serie. La nueva carta de Alfonso Basterra, una entrevista que dio el abuelo de la niña en su día, las declaraciones de una compañera de celda de la madre… De alguna forma, el público ha reabierto el caso, que vuelve a estar en las conversaciones y en el omnipresente foco.

Algo parecido ocurrió con ‘El cuerpo en llamas’, la recreación televisiva del crimen de la Guardia Urbana de Barcelona por el que cumplen condena Rosa Peral y Albert López. En este caso, la serie no dejó lugar a dudas sobre la culpabilidad de los implicados. Y ahora mismo se estrena otro ‘true crime’ sobre el macabro asesinato del ‘rey del cachopo’.

Pero esta semana se ha asomado a las redes y los medios un rostro pidiendo ayuda: la madre del niño Gabriel Cruz suplica que no se haga ningún tipo de producto televisivo sobre el asesinato de su hijo. Aunque por sus palabras se adivina que ya está en marcha. La madre de Gabriel reconoce que "lo que se nos avecina va a ser difícil de soportar".

Y si por un momento intento ponerme en su pellejo, me tiemblan las piernas. Yo tampoco lo podría resistir.

Esta no es una de esas grandes tragedias colectivas que nos puedan afectar a todos. Es la historia más triste del mundo: la de unos padres que perdieron a su hijo de una forma horrorosa y bajo el escrutinio público. Aquí choca el desconsuelo más descarnado con "intereses económicos", según denuncia la madre de Gabriel Cruz.

Entretenimiento, información, dinero… da igual. El dolor de esta familia y de otras en situaciones similares debería estar blindado.