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  • Carlos López Otín | Catedrático de Bioquímica y Premio HERALDO 2008

Las olas, la vida y la ciencia

Las olas, la vida y la ciencia
Las olas, la vida y la ciencia
H. A.

Hace casi dos siglos, el gran artista japonés Katsushika Hokusai pintó una bellísima estampa titulada ‘La gran ola de Kanagawa’, que pronto se convirtió en un icono de las llamadas "pinturas del mundo flotante" e inspiró a grandes figuras del impresionismo como Claude Monet y Vincent van Gogh. Estas pequeñas y delicadas obras recogen el deseo de fijar la atención en los buenos momentos que ofrece la vida cotidiana y animan a disfrutar de los placeres sencillos ante la inevitable llegada de las adversidades que, tarde o temprano, a todos nos alcanzan y a todos nos igualan. El paisaje marino pintado por Hokusai gira en torno a una colosal ola que ha comenzado a precipitarse sobre tres barcas de las que se utilizaban para transportar pescado fresco desde el mar a los mercados de la capital. La gran ola coloreada con azul de Prusia estalla furiosa en una lluvia de espuma blanca con forma de garras de águila que tratan de atrapar a los pescadores mientras ellos, con firme perseverancia, intentan esquivar la gigantesca pared de agua para poder cumplir su modesta pero necesaria tarea diaria.

Hokusai, por afición o por intuición, se sintió atraído por la ciencia y su imagen de la gran ola es una auténtica oda matemática, pues usó la mítica proporción áurea y la sucesión de Fibonacci para construir una onda con formas espirales, simétricas y fractales que crean una fascinante atracción visual hacia ella. Algo así me sucedió la primera vez que contemplé esta estampa que ocupó un espacio preferente en el taller de Joan Miró y en la partitura en la que Claude Debussy escribió su preciosa obra ‘La mer’. Desde entonces la gran ola de Hokusai me ha acompañado como símbolo de fuerza o de fragilidad en situaciones muy diversas que han ido compareciendo en mi vida y, últimamente, en la de todos.

En mi mente, la ola de Hokusai refleja la incomparable fuerza de esa naturaleza salvaje que observé asombrado desde que nací en un lugar del Pirineo oscense donde dicen que hubo un gran mar, pero en el que ya no quedan olas. Después, y sin ser pescador japonés, sentí también de cerca la inevitable vulnerabilidad cuando el azar me trajo una grandiosa ola de Hokusai, que me arrastró a los abismos emocionales más profundos. Allí, con la tranquilidad y serenidad que se alcanza cuando se vive lejos del ruido humano, me di cuenta de que nuevas olas de Hokusai estaban expandiendo su impacto sobre nuestra vida, aunque sus formas ya no surgen de ninguna curiosa conversación entre el viento y el mar.

"Este diminuto coronavirus ha desvelado nuestras grandes debilidades económicas, políticas y sociales cuando muchos pensaban alcanzar la invulnerabilidad"

Basta con abrir las páginas de HERALDO DE ARAGÓN para comprobar que hay otras olas que suscitan la atención diaria de los lectores. Hoy mismo, los titulares hablan de que se avecina una gran ola de calor cuyo origen se sitúa en el escaso cuidado que prestamos al planeta en el que se inició nuestra aventura biológica y que todavía sostiene nuestra presencia con infinita paciencia. La ciencia nos advierte sin cesar que el rampante cambio climático global hará que suba el nivel del mar y se formarán grandes olas de Hokusai que generarán destrucción y pobreza. Sigo pasando las páginas del periódico o dejo que ellas pasen por mí para que me informen con precisión sobre las novedades acerca de otras olas como las de la perversión, la intolerancia o el egoísmo, tres condiciones humanas que parecen no descansar en su continuo avance en nuestra sociedad. Finalmente, llego a las noticias sobre unas olas que, por el espacio que ocupan, parece que son las que más nos preocupan. Estas extrañas olas están numeradas y ya no son ondas que viajan sobre la superficie de océanos o mares hasta detenerse en las playas o en las rocas de las costas. Sorprendentemente, estas olas no transportan agua y espuma sino unas criaturas minúsculas llamadas SARS-CoV2, cuyo nombre críptico ya se ha incorporado a nuestras vidas.

Este sencillo virus del miedo posee unas instrucciones tan simples que se escriben con menos de treinta mil letras genómicas, lo cual es una minucia biológica si pensamos que cada una de nuestras células necesita más de tres mil millones de esas mismas letras químicas para hacer posible el milagro de nuestra existencia. Tras un vertiginoso periplo que comenzó en China y terminó en cada rincón habitado del mundo, este diminuto coronavirus ha desvelado nuestras grandes debilidades económicas, políticas y sociales, en un contexto histórico en el que muchos querían convencernos de que estábamos alcanzando la invulnerabilidad y avanzábamos hacia un futuro de vidas sin enfermedad. En este océano actual de incertidumbres y miedos, me atrevo a afirmar que la ciencia ha respondido con solvencia a las apremiantes preguntas planteadas por las sucesivas olas, que ya suman cinco, de una pandemia que ha cambiado el mundo. En apenas un año, los científicos han creado diversos tipos de vacunas que han comenzado a regalarnos protección y vida. Indudablemente, la urgencia no rima bien con la ciencia, y por ello ha habido que asumir riesgos y se han cometido errores, palabras que no deben asustarnos, pues siempre nos han acompañado desde el amanecer de la vida en la Tierra hace ya más de tres mil millones de años.

Sin embargo, para mi sorpresa, la rápida arribada de la gran ola de las vacunas no fue saludada unánimemente con emoción y gratitud, sino que generó una serie de contra-olas que no dejan de confundirme. Estas ondas que viajan a contracorriente empezaron a traer mensajes surgidos tanto del desconocimiento como de la sobreinformación, y finalmente condujeron a propagar la idea de que había que tener más miedo a las vacunas que al propio coronavirus. En el lado contrario, la vacunación no ha despertado olas de solidaridad con quienes ni vacunas tienen, pero sí ha propiciado una sensación de falsa invulnerabilidad de la que han aflorado nuevas olas repletas de nuevas cepas de virus, que se nutren de nuestra ignorancia y de nuestra arrogancia.

Mientras pienso y escribo estas frases, miro al mar, ese mar de Paul Valéry que «siempre recomienza» y de pronto recobro la esperanza. "¡Se alza el viento!... ¡Tratemos de vivir! ¡Cierra y abre mi libro el aire inmenso, brota audaz la ola en polvo de las rocas!". Vuelvo la vista hacia la estampa blanca y azul que pintó Hokusai y me doy cuenta de que, pese a que la imagen escenifica una gran tormenta marina, el cielo no está oscuro y parece que la luz cálida del sol se está filtrando entre las nubes. En voz alta, navego de nuevo con Valéry y recuerdo que "cuando sobre el abismo un sol reposa, trabajos puros de una eterna causa, el Tiempo riela y es Sueño la ciencia". Acaricio la portada de ‘El infinito en un junco’, y con las palabras aladas de Irene Vallejo imagino que todavía hay espacio y tiempo para la llegada de una ola solitaria y vagabunda que nunca se disipa cuando viaja sobre el mar: la gran ola del conocimiento.

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