Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

52 aniversario

Woodstock, leyenda arqueológica

La mitificación del famoso festival de rock del 69 no solo ha generado un torrente de publicaciones, discos y vídeos, sino que se ha convertido en materia científica y ‘museable’. Este mes de agosto ha cumplido su 52 aniversario

Una paloma y una guitarra: paz y música, los dos emblemas de Woodstock
Una paloma y una guitarra: paz y música, los dos emblemas de Woodstock
Archivo Matías Uribe

Efectos colaterales o frontales, según se quiera analizar, de una dictadura, en este caso de la franquista: fueron no pocas las películas que, censuradas, nunca se estrenaron en España en tiempos de la Oprobiosa o tardaron tiempo en llegar. Basta con bucear en la filmografía de Brigitte Bardot, por ejemplo, algunas de cuyas películas no pasaron la barrera del censor por culpa de las venenosas normas 10 y 18 de la Ley de Censura Cinematográfica del 9 de febrero de 1963, cuando hoy serían verificables perfectamente en horario infantil (aunque, eeepaa, igual me excedo en esta apreciación, tal y como están de confusos los tiempos: he visto en La 2 la etiqueta ‘para mayores de 16 años’, en filmes de inocencia palmaria).

Bien, al asunto, por centrarme medularmente en él. Woodstock, aun siendo un puro documental, tardó en llegar a la Iberia Sumergida, cinco o más años, depende fuentes. A Zaragoza, exactamente, explorando en la Hemeroteca de Heraldo y según mi propia memoria, tardo casi siete años. La película documental sobre la famosa Feria de Música y Arte, como se le denominó oficialmente, para suavizar su aspecto de cara al conservadurismo yanqui, se estrenó en los USA en marzo de 1970 y se presentó (subrayo presentó, porque en eso se quedó, en presentación) en julio de aquel mismo año en el festival de cine de San Sebastián. El querido y añorado Joaquín Aranda, insólitamente, para lo que él detestaba aquella ruidosa música rock y lo que representaba, lo recibió con todo tipo de plácemes en la crónica enviada a Heraldo:

"El espectáculo es reconfortante y eminentemente positivo: nada de rencores, nada de violencia, nada de odios. Solo música, música y más música. La realización de Wadleight, que utiliza todos los trucos técnicos imaginables, sabe expresar fielmente un mundo que a muchos nos resulta incomprensible y que tal vez no tiene el valor que muchos ‘hippies’ se atribuyen pero que es, de todas las formas, una sabrosa alternativa a la deshumanización dominante en el mundo de las personas serias, en este mundo que ha vendido su alma al dominio del poder y de la máquina”.

El ‘reconfortante espectáculo’ no llegó, sin embargo, a Zaragoza ¡hasta el año 1976!, en que la España posmorten de Franco empezaba a enfilar el núcleo duro y benefactor de la Transición. Es decir, casi siete años después de su estreno en los USA. En concreto, lo hizo en la primera semana de septiembre del 76 y Carmen Puyo la calificó, al final de su crítica, como una película “con buen color, con buen ambiente y, sobre todo, buena música”. “En resumidas cuentas, una película que gustará a los amantes de la música actual”, añadía.

Otro efecto colateral: los locales de exhibición en España. La película, pese al nuevo tiempo que se avecinaba, no pasó la criba del censor y lo más que se le concedió fue su pase para mayores de 18 años, y en salas de Arte y Ensayo, aquel pozo extraño en el que los censores echaban las películas más polémicas por su ‘presunto’ contenido erótico o político. El estreno fue, en efecto, en la sala por antonomasia de este tipo de cine, el Elíseos (compartía terreno con el Palacio y, luego, llegaría el Avenida), y no en el Palacio, como personalmente yo tenía almacenado en mi memoria, tal vez por el ‘gemelismo’ finalista del Palacio con el Elíseos.

Viene a cuento todo este largo preámbulo porque este mes de agosto se ha cumplido otro nuevo aniversario de la celebración del mitificado aquelarre hippy, el 52 en concreto, y a la sazón La 2 de TVE, en el espacio La noche temática, emitió un documental que me gustó mucho y desconocía. Enseguida investigué y constaté que se trataba de un documental de 2019 sobre la ‘cáscara’ del festival, sin actuaciones musicales, hilado por Barak Goodman y Don Kleszy, que el mismo canal ya había emitido aquel año 2019. Pero la visión, por vez primera para mí, del documental me abrió sobremanera el hambre de más madera, especialmente de volver a ver la película original, la que se proyectó en el Elíseos y de la que mi memoria ya guarda vagos recuerdos, más sobre lo anecdótico que sobre la música, aunque la interpretación de Santana de Soul Sacrifice y la impactante versión de Joe Cocker tintineaban especialmente en la memoria, amén del desmadre guitarrero de Hendrix con el himno nacional americano.

Asombroso: ha sido imposible dar con la peli original completa en español. Ni por YouTube ni en Amazon, ni en plataformas televisivas. Nada. A cambio, he podido adquirir en Amazon el doble blu-ray con el montaje del director, uno de los celebrados the director’s cut cinematográficos, y que no es sino la versión de cuatro horas que Wadleight quería y que la Warner le echó para atrás, reduciéndosela una hora, o sea, a unas tres aproximadamente, que fue como la vimos en su día en el cine Elíseos. La versión del blu-ray adquirido está en italiano, pero solo la funda, y es curiosa y agradable, y además más económica y más rápida en el envío. Satisfacción completa. Material a cascoporro, con un disco extra con una treintena de actuaciones no incluidas en la película y detalles de todo tipo: comida, dificultades técnicas, la confección del cartel, la granja donde se celebró, la producción, las cámaras de rodaje, el porqué de las imágenes dobladas o triplicadas en pantalla, lo que significó…. Y algo importante: subtítulos en español y otros muchos idiomas, aunque solo en los comentarios, no en los textos de las canciones.

Otra pieza mercada ha sido la misma del documental emitido por La 2 en su versión original y subtítulos en inglés con el título genérico de Three Days That Defined A Generation. Ha sido lo más potable a la espera de que algún día se editen oficialmente más imágenes completas de algunas actuaciones, danzando en Internet en copias muy deficientes de sonido e imagen y, por tanto, un tanto pesadas de ver. Aunque nadie espere todas las versiones íntegras: no se rodaron todas ellas, como recalca el director de la película. Era imposible técnicamente, según él.

No pude dar, obviamente, razón de estas dos adquisiciones en el texto último que dediqué en este blog en 2009 al festival y su 40 aniversario. (Parte 1 y Parte 2), sobre las medias verdades de Woodstock y la música enlatada disponible a posteriori. 

He escrito en más de una ocasión de este evento gigantesco y cuya trascendencia sigue, pese a todo, agrandándose a medida que pasa el tiempo. De ahí el culto hacia todo lo que huele a Woodstock 69, culto que ha llegado incluso a convertirse en materia ‘museable’ y arqueológica. En 2006, por ejemplo, abrió sus puertas el Bethel Woods Center for the Arts, es decir, el museo destinado a envolver lo que representó aquella concentración de más de 300.000 jóvenes (las cifras se elevan hasta el medio millón) para vivir tres días de paz y música. En él se recogen decenas de carteles, recuerdos, entradas, mapas, vídeos panorámicos… y hasta uno de los muchos autobuses originales que transportaron a muchos jóvenes a aquel lugar de Bethel, a 95 kilómetros de Nueva York.

¿Pero no fue en Woodstock? No exactamente. La idea inicial fue construir un estudio de grabación allí, en Woodstock, por sugerencia de un joven promotor de conciertos, Michael Lang, a un par de empresarios neoyorkinos, pero Lang, una vez aceptada la propuesta de los dos empresarios, giró la idea hacia un gran festival de rock. Surgieron no pocas dificultades hasta encontrar el terreno adecuado en la localidad, cosa que fue imposible, hasta que se dio con un campo en una localidad cercana, en Walkill. Pero avanzados los preparativos, y a un mes vista de la celebración del festival, y ante la oposición al festival de los vecinos, el ayuntamiento de esta localidad, aprobó una orden por la cual se prohibían las aglomeraciones de más cinco mil personas en cualquier punto del municipio. Una orden para cargarse sibilinamente el festival, por lo que a toda prisa se buscaron otros terrenos, encontrándose unos adecuados en el municipio de Bethel, propiedad del lechero Max Yasgur, quien se volcó con el proyecto, siendo definitivamente los campos de su vaquería, a casi cien kilómetros de Woodstock, el lugar en el que, en realidad, tuvo lugar el evento. Debió, por tanto, denominarse Bethel Music & Arts Fair, mas los organizadores decidieron mantener el nombre que originó aquella concentración juvenil. Hoy, el museo es un lugar de peregrinaje para miles de personas, entre ellas, muchas de la generación baby boomers, las nacidas tras el fin de la segunda guerra, que aquí se reencuentran con su juventud y con la historia.

Historia que pueden ‘pisar’, paseando por la ladera del campo, el lugar del escenario e incluso recorrer los senderos que llevaban al campo y al Bindy Bazaar, núcleo notable del festival con un pabellón indio, un área de juegos, servicios de salud y seguridad, estacionamiento en las áreas de campo abierto y un área específica para vendedores y comercio informal en una ladera boscosa que se instalaron en él, así como los puntos donde estaban ubicadas las taquillas o la zona de artistas (unida al escenario a través de un puente de madera) y otros aspectos que las imágenes de época soslayaron y que una excavación arqueológica reciente, realizada por expertos de la universidad neoyorkina de Binghamton, a instancias del museo de Bethel, ha dado a conocer en parte. 

O sea, Woodstock convertido en materia académica y científica. ¡Quién podía imaginarlo! Y menos hace 50 años… Claro que los yanquis no tienen catedrales medievales ni acueductos ni anfiteatros romanos…  

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