Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Europa en Guerras

BELCHITE
BELCHITE

Coincidiendo con el primer centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial,  del 75 aniversario del de la Segunda Guerra Mundial y del 75 aniversario de fin de nuestra Guerra Civil, este reportero quiere compartir con los lectores un largo viaje de miles de kilómetros por los escenarios bélicos donde fueron arrasados los sueños de millones de jóvenes, muchos de los cuales murieron sin conocer las razones por las que luchaban.


La guerra, siempre la guerra, forma parte intrínseca de la naturaleza humana. Desde los tiempos inmemoriales las guerras han formado parte de nuestra cotidianidad.  El filósofo, escritor e historiador estadounidense Will Durant, que vivió casi un siglo entre 1885 y 1981, aseguraba que sólo ha habido 29 años en toda la historia de la humanidad sin guerras.


Y es posible que esos 29 años de paz fueran una mera exageración porque es difícil saber qué pasaba hace cinco siglos en zonas del mundo desconocidas para las grandes potencias europeas.


Balas utilizadas en la Batalla de Teruel de la Guerra Civil española. Fotografía de Gervasio Sánchez


El propio Durant afirmaba que “la guerra está entre los factores constantes de la historia, y ni la civilización ni la democracia la han ido eliminando” y que “la paz es un equilibrio vacilante, y solo se puede conservar por el reconocimiento de que otro es superior a uno o por lo menos tiene igual poder”.


Si tuviera que contar los muertos que han producido las guerras en las que he estado desde que en 1982 me topé por primera vez con los desastres bélicos, estoy seguro que me marearía ante el desglose de cifras mortíferas.


Estoy pensando en los centenares de miles de muertos que se produjeron en las guerras latinoamericanos en mis años ochenta en Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Perú,  los millones de muertos de Sudán, Afganistán, Ruanda, Liberia, Sierra Leona en los noventa.


El dolor mayúsculo ha circulado por Irak, Angola, las cinco guerras balcánicas de los noventa, la Colombia que no conoce la paz desde hace medio siglo, los estragos del derramamiento de sangre eterno en Oriente Próximo con nuevas imágenes de masacres en los últimos días en Gaza.


Las estadísticas son muy frías. Aseguran que el siglo XX postró en la tierra para siempre a 43 millones de soldados.


Millones de ciudadanos nunca supieron que había pasado con sus familiares arrasados por la industrialización de la muerte en los dos conflictos mundiales. Muchos todavía yacen a varios metros de profundidad en campos calcinados por detonaciones metálicas espectaculares o en osarios mezclados con sus enemigos como en Verdun (Francia).


Pero el número de bajas de civiles fue todavía más espectacular: hasta 62 millones de niños, mujeres y hombres sin armas murieron a lo largo de los cien años del siglo pasado. El siglo XX empezó con soldados muriendo en trincheras y acabó con civiles masacrados como víctimas colaterales.


Los aniversarios deberían servir para reflexionar sobre las causas y las consecuencias de las guerras y para preguntarnos definitivamente: ¿Cuándo acaba una guerra? ¿Cuando se firma la paz? ¿Cuando se superan las consecuencias? ¿Cómo medimos el dolor que produce una guerra? ¿El dolor de los nuestros o el dolor universal?


Dice el corresponsal de guerra Chris Hedges en su libro La guerra es la fuerza que nos da sentido que “solemos honrar y llorar a nuestros muertos mientras nos mantenemos  indiferentes ante los que matamos”  y de esta manera “se perpetra el asesinato en nuestro nombre, sin que nos afecte mucho, mientras que aquellos que matan a los nuestros son vistos como criaturas que carecen de nuestra propia humanidad y bondad, salidas de los lugares más oscuros y recónditos de la tierra”.


Destrucción de Belchite (Aragón). Fotografía de Gervasio Sánchez


Este viaje dividido en un serial por capítulos del que todavía desconocemos el número exacto empezó  en mi mente a finales de mayo en Belchite en una conversación que tuve con el fotógrafo Ricardo García Vilanova, secuestrado en Siria durante seis meses y medio entre septiembre de 2013 y finales de marzo de 2014. Cuando se topó con las ruinas del pueblo aragonés me dijo al oído: “Parece Homs o Alepo”, ciudades sirias en las que él había trabajado en 2013. Pensé: “Podría ser Vukovar (Croacia) en 1991, Sarajevo (Bosnia) en 1994, Kuito (Ángola) en 1995, Kabul (Afganistán) en 1996, Faluya (Irak) en 2005”. Podría ser cualquier sitio porque lo que hacen las guerras actuales o las que ocurrieron hace 75, 100 ó 1.000 años es reproducir una y otra vez la devastación, el sufrimiento, el dolor y la barbarie.


Este viaje empezó físicamente el 1 de julio cuando salí con mi coche de Zaragoza y me dirigí a Alcañiz, donde se produjo unos de los bombardeos más letales de nuestra Guerra Civil, y continúe a  Gandesa, el epicentro de la Batalla del Ebro, el choque de fuerzas militares más decisivo de la misma.


Era consciente de que sólo empezando un serial sobre Europa en Guerras en los escenarios de la guerra más cercana a mi propia existencia podría darle coherencia a la totalidad de los textos. ¿Podemos hablar de las guerras de otros obviando la nuestra? ¿Podemos recordar a los desaparecidos de tantos conflictos y no sentirnos compungidos por los nuestros? Yo soy incapaz.


El viaje se detiene en Portbou donde el 26 de septiembre de 1940 se suicidó el gran filósofo judío Walter Benjamin. Y continúa en Collioure donde llegó Antonio Machado muy enfermo en enero de 1939. Quiero recordar las andanzas de ambos escritores y de los dos mejores fotógrafos de la Guerra Civil española, Agustí Centelles y Robert Capa. Todos ellos perdedores de guerras en las que no suele existir la piedad con los derrotados.


Trincheras en Aragón. Fotografía de Gervasio Sánchez


El recorrido se estira hasta el norte de Francia. Las batallas de Marne, Somme, Camino de Damas y Verdun en la Primera Guerra Mundial serán los escenarios de los siguientes capítulos. Batallas imaginadas por generales que casi nunca cuantificaban las consecuencias de sus decisiones erróneas y que se mostraban indiferentes ante el matadero que se producía en las trincheras arrasadas por los cada vez más modernos, precisos y letales cañones.


Centenares de cementerios recuerdan que las lecciones históricas pocas veces son más convincentes que cualquier recorrido silencioso entre las cruces cristianas o estelas musulmanas, donde yacen ordenadamente los testigos mudos de aquellas catástrofes bélicas.


Ya en Italia visitaremos la localidad de Solferino donde el 24 de junio de 1859, en apenas 12 horas de combate, 40.000 soldados franceses, piamonteses y austriacos murieron, desaparecieron o quedaron heridos y abandonados en el campo de batalla.


Henri Dunant, de origen suizo, fue testigo de la matanza y quedó consternado. Escribió un relato conmovedor y fue el principal promotor de la Primera Convención de Ginebra, firmada en 1864, que persigue aliviar la situación de los heridos militares y sienta las normas del derecho internacional para la protección de las víctimas durante los conflictos armados, y del nacimiento de la Cruz Roja Internacional, organismo que se encarga de hacer cumplir  todos sus requisitos.


En un largo viaje se produce algunas curiosidades. Por ejemplo, el odómetro de mi coche indicó que había alcanzado el kilómetro 4.000 justo cuando pasaba por el mítico hotel Holiday Inn de Sarajevo, utilizado por la prensa internacional durante el cerco de la capital de Bosnia-Herzegovina.


La última fosa de Bosnia, con 430 restos humanos, se localizó en noviembre del año pasado en Tomasica, cerca de Prijedor, donde estuvieron los campos de concentración utilizados por los radicales serbios durante la guerra. El año que viene se cumplen 20 años del fin de la guerra y de la matanza de Srebrenica.


Belchite destruido. Fotografía de Gervasio Sánchez


Este 11 de julio, un año más, se enterraron en esta localidad los restos de 175 musulmanes identificados en el último año. Desde 2003, 6.250 restos yacen en un lugar honroso tras pasar años en fosas comunes o almacenados en bodegas tras ser exhumados.


Budapest, Cracovia, Austwitz, Berlín, Dresde, Nüremberg serán las siguientes escalas. Quizás sería interesante escribir algún capítulo sobre la Guerra de los 30 años (1618) y la Guerra de los 100 años (116 en realidad, empezada en 1337) en la que participó Juana de Arco con el objetivo de recordar que también en Europa ha habido guerras de religiones que han durado décadas.


Será un serial que impida olvidar que “las guerras comienzan cuando se desea, pero no se terminan cuando se quiere”, como dijo Maquiavelo.


EUROPA EN GUERRAS (1)


LOS METRALLEROS


Gandesa


Hace unas semanas coincidí con Sebastiao Salgado, el mítico fotógrafo brasileño, en Mazarrón (Murcia) en Fotogenio, un festival de fotografía. Le invité a mi casa y le dije: “En un par de  jornadas podemos visitar los escenarios más interesantes de la Guerra Civil en Aragón y también pasear por los pueblos natales del mejor pintor de la historia, Francisco de Goya, y de uno de los mejores de directores de cine, Luis Buñuel”. Se quedó muy sorprendido y se comprometió a visitarme.


A Salgado le pasó como a mucha gente: les cuesta entender que Aragón sea tan interesante. A veces le cuesta entenderlo hasta las propias autoridades regionales. Me he cansado de decirles que una ruta de Fuendetodos a Belchite con continuación  a Calanda y Alcañiz podría ser un gran atractivo para los turistas. Incluso les he dicho: “Parece que Goya y Buñuel fueron franceses.”.


Llevo años visitando Francia. Son chauvinistas y, a veces, altivos, pero promocionan todas sus riquezas: la iglesia más escondida, sus bodegas más famosas, sus campos de batalla. Todo es vendible para un francés. Sobre todo si activa la vida de una provincia o una aldea con la llegada de visitantes. Hay letreros en todas las autopistas invitándote a parar en cada rincón. Y si haces caso a las promociones turísticas encuentras auténticos tesoros cuando menos te piensas. ¿Deberíamos aprender de los franceses? Espero que sí.


Utensilios recuperados en los escenarios de la Batalla de Teruel en 1938. Fotografía de Gervasio Sánchez


Los primeros cien kilómetros del largo viaje son tranquilos. De Zaragoza a Alcañiz. Un libro de investigación escrito por el historiador local José Maria Maldonado, titulado Alcañiz, 1938. El bombardeo olvidado,  y editado en 2003 por Ibercaja para la serie Biblioteca Aragonesa de Cultura, nos asomó a un trozo de la historia que todo el mundo silenció: el bando nacional porque, como explicó el propio Maldonado, era difícil justificar militar y estratégicamente, y el bando republicano porque no quería desmoralizar a sus tropas.


A las 16,10 horas del jueves 3 de marzo de 1938 catorce aviones Savoia-Marchetti S-79 de la Aviación Legionaria Italiana, procedentes de Logroño, descargaron en apenas dos minutos 170 bombas de 100 y 120 kilos que acabaron con la vida de, al menos, 250 personas. Los 38 refugios que tenía Alcañiz estaban vacíos porque nadie dio la voz de alarma.


Durante décadas, el padre del historiador recordaba a menudo que aquel bombardeo había existido, que él lo había vivido de niño, que no era fruto de su  imaginación. Casi nadie le escuchaba porque no se podía dar crédito a que algo tan grave hubiera existido y silenciado al mismo tiempo.


Uno de los principales horrores de la guerra es crear un estado anímico simulado entre los civiles capaz de propagarse durante años y que se activa permanentemente para cubrir la verdad histórica con un manto de silencio.


En 2009 estaba documentando la exhumación de una fosa común en Andalucía. Un equipo de psicólogos había conseguido que una decena de ancianos del pueblo se acercaran al cementerio. Uno de ellos preguntó en la misma cancela del campo santo: “¿Dónde está la fosa?”. Al señalarle el camino para llegar a ella, se atrevió a decir: “Esa no es la única fosa del cementerio. Yo estuve enterrando varios cadáveres en 1936 en otro lugar”. Uno de los psicólogos le preguntó: “¿Por qué nunca lo has contado hasta ahora?” “Porque nadie jamás me lo ha preguntado”, contestó el anciano.


Hace unas semanas se abrió la fosa del cementerio de Vera del Moncayo. Me volvió a sorprender el silencio ensordecedor que estos hechos noticiosos provoca en la prensa local. Hace unos días hablé con un vecino de esa localidad que había sufrido la desaparición de su padre en otra zona aragonesa. Tampoco sabía que una fila de cuerpos se había exhumado en el pasillo central por donde transcurre la vida de un pequeño cementerio.


El equipo encabezado por el prestigioso antropólogo forense Paco Etxeberria buscaba ocho restos y encontró once. Por una vez varios ayuntamientos dejaron a un lado las diferencias y asumieron los costes de la exhumación.


El silencio de la fosa de Andalucia, el silencio de Alcañiz, el silencio de Vera de Moncayo. El silencio, la desmemoria, el olvido. La simulación sólo sirve para engatusar a la conciencia. Pero poco más.


Bomba alemana en el Museo de la Batalla del Ebro en Gandesa. Fotografía de Gervasio Sánchez


Viajo a Gandesa. Hace mucho tiempo que quiero visitar el Museo de la Batalla del Ebro. Sin pretensiones, un grupo de estudiosos y coleccionistas de la zona interesados en recuperar el material documental, bélico y cultural entre los meses de julio y noviembre de 1938, crearon en 1999, en un antiguo colegio e instituto, un museo obligatorio para todo aquel que quiera, en castellano y en catalán, de derecha, centro o izquierda, apolítico o religioso, entender el desarrollo de la batalla más cruenta y decisiva de la Guerra Civil.


Los dos ejércitos destinaron una gran cantidad de efectivos. Los republicanos contaron con la ayuda de las Brigadas Internacionales en las que participaron tropas de 52 países mientras los franquistas recibieron apoyo de la Legión Cóndor alemana y la aviación italiana.


En las salas del museo se pueden ver diferentes tipos de armamento entre los que destaca 37 tipos distintos de granadas defensivas y ofensivas utilizadas por los combatientes. El proyectil más grande era conocido como el abuelo (l´avi) de 260 mm. También hay una interesante colección de insignias, hebillas, medallas, anillos recuperados en el campo de batalla. Y una bomba alemana de aviación de 250 kilos.


200.000 mil soldados, apoyados por 600 cañones y 500 aviones, combatieron en los cuatro meses que duró la gran batalla.  Algunas divisiones republicanas perdieron hasta el 70% de sus efectivos. Al concluir, el parte de bajas era demoledor: 16.500 muertos, 64.000 heridos, 25.000 prisioneros.


La tierra quedó exhausta y envenenada de metralla. Barrancos, sierras, valles con trochas naturales permanecían arrasadas. La cooperativa de Gandesa había perdido a la mitad de sus socios durante la guerra civil.


Nació una nueva profesión, los metralleros, campesinos que no podían trabajar una tierra devastada, comenzaron a recoger granadas, bombas y proyectiles sin explotar. Los procedimientos para desactivarlos eran muy rudimentarios. Se buscaban lugares donde provocar explosiones controladas.


Uniformes y bombas utilizados por los combatientes en la Batalla del Ebro. Fotografía de Gervasio Sánchez


La metralla se vendía a peso. Se calcula que los metralleros recuperaron 40.000 toneladas de metal. El kilo de hierro y acero, que se encontraban con más facilidad, se pagaba entre 10 céntimos y 4,5 pesetas mientras otro metales más preciados, como el latón, el cobre, el bronce y el aluminio, que no representaban ni el 2% de lo recuperado, alcanzaron las 100 pesetas por kilo.


La recogida de metralla sirvió para limpiar una zona de 60 kilómetros de extensión del frente de la batalla del Ebro y permitió a muchas familias de las comarcas de la Terra Alta y la Ribera del Ebro sobrevivir durante los primeros años de la dura posguerra.


Todavía hoy aparecen bombas y restos humanos de vez en cuando. Los buenos vinos de excelsa graduación siguen naciendo en una tierra macerada por la sangre de los combatientes de una guerra antigua.














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