Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Vukovar, el Álamo de Croacia

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Llevaba una semana en Croacia. Había visto el miedo en las ciudades costeñas del adriático. Los hoteles estaban repletos de desplazados. Las fuerzas paramilitares serbias, apoyadas, por el ejército yugoslavo habían expulsado a decenas de miles de croatas de sus casas y las habían quemado. Los soldados croatas se vengarían en agosto de 1995, cuatro años después, en su ofensiva definitiva para recuperar los territorios perdidos.


Mi obsesión era Vukovar, la perla informativa. Era la ciudad croata más bombardeada y su cerco se iba cerrando cada día. Había oído historias increíbles sobre su capacidad de sufrimiento. Pero eran escasos los periodistas que habían estado allí.


Supe que un equipo de TVE tenía intención de ir. Me presenté ante el camarógrafo, el mítico José Luis Márquez, que me trató con mucho respeto a pesar de que no nos conocíamos. “¿Hay posibilidad de que ir con vosotros?”, le pregunté. “Tendrás que hablar con Arturo. Él es el jefe”, me contestó.


“Ni hablar. No me gusta ir con carga. Después todo son problemas”, me cortó. Le dije que tenía cierta experiencia en conflictos en América Latina cuyas guerras llevaba cubriendo desde hacía siete años. Al final Arturo bajó la guardia y aceptó: “Podéis seguir nuestro coche hasta Osijek y allí ya decidimos”.


Salimos muy temprano, llegamos a nuestro punto de destino en una mañana tranquila y bajamos al bunker donde se encontraba el centro de prensa para recoger toda la información posible sobre las posiciones de los croatas. Había que medir muy bien los pasos y evitar los riesgos innecesarios. A partir de ese lugar iba a aparecer el miedo como compañero de viaje.


Desde que empecé en esta profesión siempre he creído que el miedo es el mejor antídoto contra la estupidez. A los jóvenes periodistas les recomiendo que no trabajen con personas que rechazan el miedo: son insensatos o están locos. Pero tampoco es bueno trabajar con compañeros que se dejan atrapar por el pánico con facilidad. A veces hay que tomar decisiones en segundos y una persona descontrolada es un riesgo más para el grupo.


En el tablón de anuncios en Osijek leí en un folio en blanco: “Podéis escribir los mensajes para Eduardo Flores”. Recordé que se trataba de un periodista que trabajaba con La Vanguardia y que una semanas antes había mandado un escueto mensaje a la redacción: “A partir de ahora dejo de hacer periodismo y cojo un arma para luchar con los croatas”.


El único camino libre para entrar en Vukovar era una peligrosa senda que transitaba entre maizales. Era bombardeada con regularidad por los yugoslavos y, además, estaba minada. Había que conocer muy bien el camino para no caer en una trampa y saltar por los aires. Un vehículo de periodistas había sido acribillado horas antes.


La furgoneta de TVE empezó a acelerar y nosotros nos pusimos detrás a una distancia prudencial para no ser envueltos por la nube de polvo que iba levantado. A medida que nos acercábamos se escuchaba las explosiones con más nitidez. Ya nos habían advertido que Vukovar llevaba horas sufriendo un intenso ataque.


La desolación era absoluta. Las calles estaban vacías. Apenas una quinta parte de los 50.000 habitantes seguían resistiendo en los refugios de sus casas. Nos acercamos a la línea de frente. Los soldados croatas querían que filmásemos su última obra bélica: habían conseguido parar una columna de carros de combates con cohetes propulsados disparados a poca distancia. Había varios cadáveres diseminados en dos centenares de metros.


Dimos varias vueltas por la ciudad. Hablamos con los pocos ciudadanos que nos cruzamos y nos acercamos al hospital. Observamos cómo descargaban una docena de muertos de una furgoneta. Eran mujeres en su mayoría, las últimas víctimas en aquel Álamo croata.


Esta profesión está repleta de divismo y de periodistas obsesionados por hablar de sí mismos en vez de hacer bien su trabajo. Si hay alguien que nunca expresaba sus sentimientos ese era José Luis Márquez. Su manera sobresaliente de trabajar era digna de observar. Cuando los demás éramos incapaces de enfocar por la tensión y el miedo, él levantaba la cámara, ponía el foco en el lugar preciso y tomaba unas imágenes únicas.


El conductor de un vehículo había sido alcanzado por un francotirador en la cabeza. Su cuerpo parecía dormido sobre el volante. El boquete de entrada era muy nítido. La bala al salir había provocado grandes destrozos. Márquez enfocó en primer plano el orificio y empezó a abrir el plano muy lentamente como sólo hace un maestro provisto de un gran pulso. El plano recorrió unas casas destrozadas y se posó en la docena de cadáveres y ahí se congeló. 40 segundos para la eternidad televisiva.


Habíamos asumido grandes riesgos para informar. Me separé del equipo de TVE y con mis compañeros que trabajaban para la revista Tribuna nos trasladamos a la radio croata. Allí funcionaba el único teléfono.


Conseguí convencerlos de que me dejasen dictar mi crónica, llamé a la redacción de Heraldo, pedí que se pusiera Luis Menéndez, capaz de recoger mis notas a toda velocidad y empecé a improvisar párrafos con los datos que tenía.


Los periodistas croatas empezaron a ponerse nerviosos cuando llevaba diez minutos. Todavía no sé cómo pude completarla. El domingo 22 de septiembre de 1991 Heraldo titulaba en portada: “El Álamo de Croacia” y subtitulaba: “Nuestro enviado especial en Vukovar”. Era una gran exclusiva para cualquier diario.


Teníamos que dormir en los baños subterráneos del hotel Dunav. Los soldados croatas, que entonces eran encantadores con los periodistas extranjeros, nos pasaron un par de botellas de whisky y otra de rakia, un licor local. Nunca me ha gustado el alcohol en esas circunstancias. Te hace perder la conciencia del peligro y te provoca la pérdida de los reflejos. Conciencia y reflejos son muy importantes en las guerras.


Pero algunos de mis compañeros se pusieron las botas. Iba a ser difícil conciliar el sueño porque los yugoslavos tenían emplazadas sus baterías al otro lado del Danubio y habían decidido destrozar la ciudad.  Varios proyectiles impactaron directamente en las plantas superiores del hotel. El ruido era ensordecedor y las paredes se movían. No hacía falta beber para sentirse borracho.


“No aguanto más. Me voy a  arriba. Aquí es imposible dormir”, soltó Arturo de repente. Quince minutos después empecé a preocuparme y subí buscarlo. Estaba tumbado en un lugar peligroso. Intenté convencerle de que bajase y me comprometí a ordenar silencio en los baños. Pero él se negó. “Pues me quedo aquí contigo y si me matan esta noche no te lo perdonaré nunca”, le dije en serio.


Dos años después Arturo Pérez Reverte recogió este viaje y otros parecidos en su libro Territorio Comanche. Escribió que yo siempre iba a pie y cargado con mis cámaras por la ciudad de Sarajevo y “su destrozado caqui de reportero sobre el antibalas de segunda mano”.


Cuando leí el relato le llamé para decirle que mi chaleco antibalas era de primera mano. Heraldo me lo había comprado haciendo un gran esfuerzo económico y  tenía más capas antifragmentación que el suyo. Cuando nos encontramos me recuerda la anécdota. Siempre me ha tratado con gran respeto.


El Álamo de Croacia (1) Portada publicada el 22 de septiembre de 1991


El Álamo de Croacia (y 2) Crónica publicada en el interior




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