Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

La puerta más dinámica de México

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Aunque parezca mentira hubo un tiempo, hace dos décadas, que México era el país más tranquilo de América Latina a excepción de Costa Rica y alguna de las Guayanas. La “dictadura perfecta”, que representaba el Partido Revolucionario Institucional a un paso de regresar hoy al poder, lo domaba todo.


Además, el país parecía inmune a la crisis económica aunque los bolsones de pobreza endémica se multiplicaban por doquier  ante la apatía de políticos que despilfarraban y se corrompían con una naturalidad sorprendente.  El barón de Humboldt ya dijo hace 200 años que la Nueva España era “la tierra de la desigualdad” y nada parece haber cambiado desde entonces.


Los periodistas que cubrían los conflictos armados en Centroamérica vivían en la capital mexicana en la que apenas pasaba nada. Ni siquiera había información interesante. El partido gobernante derrochaba energía para mantener su buena imagen internacional mientras sus ciudadanos tenían que emigrar a Estados Unidos  para buscar una vida más digna.


El narcotráfico ya correteaba al amparo del Estado que sólo se inmiscuía en los negocios ilegales cuando se rebasaban ciertos límites. Como ocurría en Colombia con los cárteles de la cocaína, todo el mundo sabía quiénes eran sus jefes e, incluso, cuál era el valor de sus carteras de negocios, pero pocos desafiaban el poder y muchos simplemente se beneficiaban.


Pero nada que ver con lo que ocurre hoy en día. El crimen organizado se ha convertido en una amenaza descomunal para el Estado y provoca cada año miles de muertos. Aunque el país parece mucho más democrático que entonces.


Siento predilección por México. Me encanta su capital, menos violenta que otras capitales latinoamericanas, con una de las universidades más grandes del mundo. Sus plazas inmensas y sus calles únicas, como Insurgentes, que mide más de 40 kilómetros, ideal para correr una maratón.


Viajar por Jalisco, Guanajuato, Puebla, Oaxaca o Chiapas es toparse con el multiculturalismo y la diversidad. Casi 16 millones de mexicanos son indígenas de 64 grupos étnicos aunque menos de la mitad hablan su lengua originaria. Pero como ocurre en otros países latinoamericanos como Guatemala o Perú existe más atracción por el indígena ancestral que por el actual.


Viajar por Tabasco, Campeche, Yucatán y Quintana de Roo es enmudecer ante las maravillosas ruinas mayas, las más conocidas y espectaculares como Chichen Itzá, Uxmal, Palenque y Tulum, como tantas otras escondidas entre las fauces de la selva.


Durante los años ochenta regresar a México desde la convulsa Centroamérica era toparse con la tranquilidad, el humor y la buena mesa. Me gustaba abandonar escenarios de gran violencia diaria para toparme con situaciones incómodas pero menos sangrientas. Es como cuando uno viajaba hace unos años desde Bagdad hasta el Kurdistán. Sí había problemas pero al menos no se mataba en cada esquina.


Aproveché un viaje barato de Iberia en junio de 1991 para viajar a México una vez más. Durante varios días caminé por los más de 40 kilómetros de la calle Insurgentes para realizar un reportaje sobre la avenida habitada más larga del mundo que nunca publiqué.


Después viajé a Guadalajara. La primera cumbre de jefes de Estado y de gobierno iberoamericanos se iba a celebrar unas semanas después en la capital de Jalisco, la patria del tequila y los rodeos. ¡Cómo se come en esa ciudad, carajo! Por cierto, una encuesta realizada en 2009 aseguraba que los mexicanos sueltan diariamente 1.350 millones de palabrotas o groserías.


Una curiosidad: el estado del macho mexicano por antonomasia tenía la comunidad gay más activa de todo el país. Nos entrevistamos con los líderes de los colectivos homosexuales y de lesbianas. Una sorpresa: el líder homosexual, Pedro Preciado Negrete, era un varón de mediana edad de gran altura y cultura, sobrino de Jorge Negrete.


Fotografié la suite que iban a utilizar los Reyes de España en el mejor hotel de Guadalajara durante  la cumbre y conseguí que me pagasen por las tristes y aburridas fotos  más que por todos los reportajes que realicé durante un mes. Así es este negocio: la calidad casi siempre es engullida por la mediocridad y el papanatismo.


La última semana de aquel viaje la pasé en Tijuana, que ya era conocida como la cloaca de México. Casi la mitad de los inmigrantes que sorteaban diariamente los controles de la policía fronteriza estadounidense lo hacían por la puerta más dinámica, tal como se denominaba con fina ironía a los 30 kilómetros de cerca que separaba ambos países.


Los mexicanos, pero también los centroamericanos que huían de sus respectivas guerras civiles, esperaban pacientemente a que las patrullas americanas se despistasen para saltar la verja y correr hasta donde se encontraban los coches que los llevarían hasta San Diego y Los Angeles.


Recuerdo a una pareja, Jorge y Rosa, ambos de 21 años que preparaban su viaje con sus dos hijos de año y medio y tres meses. Querían vivir aquella aventura “juntos de una vez”, me contaron, antes que estar separados años o décadas. Cada historia formaba parte del fracaso colectivo en un país con una clase dirigente especializada en estafar a su población desde hacía décadas.


En aquel tiempo Tijuana ya era una ciudad violenta e infame. Por las mañanas las calles estaban repletas de borrachos y putas exhibicionistas. Por las tardes el ambiente se caldeaba con la llegada desde los pueblos estadounidenses de jóvenes menores de 21 años locos por emborracharse a precios muy asequibles. Por las noches había que tener mucho cuidado porque arreciaban las peleas entre borrachos o mafiosos.


California se había convertido en una gran potencia económica gracias a la mano de obra barata. Los propios inmigrantes sabían que la policía fronteriza se relajaba cuando empezaba la temporada de la recogida de la cosecha e impedía el tránsito cuando se acercaban las Navidades y las familias querían reencontrarse.


Ya en aquel tiempo se oía hablar de patrullas formadas por civiles estadounidenses que se dedicaban a cazar a inmigrantes. Iluminaban con los faros de sus coches los senderos más utilizados por los pollos  que pagaban cantidades imposibles para hacer el viaje al paraíso económico.  La caza  del ilegal se había convertido en un pasatiempo para los fines de semana.


Sorprendía la escasa separación que había entre las patrullas fronterizas y los inmigrantes. Podían hablar entre ellos si querían e incluso pasarse algún cigarrillo. Pero los más veteranos que habían sido detenidos en diferentes ocasiones explicaban que los malos tratos y los golpes eran habituales cuando caías en sus manos. No importaba que el mismo policía tuviese el mismo aspecto físico que el inmigrante. No había piedad.


Los abusos eran habituales. Los abogados estadounidenses te mostraban las pruebas de las palizas. Pero pocos se atrevían a hacer las denuncias. La amenaza de deportación o la posibilidad de caer en manos de bandas racistas o neonazis sellaban las bocas de las víctimas.


Los ilegales (1) Reportaje publicado el 18 de agosto de 1991


Los ilegales (2)


Los ilegales (y 3)

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