Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

La guerra del golfo desde Israel

No ha habido una guerra más cara y más censurada que la Guerra del Golfo que empezó en enero de 1991 después de varios meses de tensiones diplomáticas.  Los medios de comunicación de todo el mundo desperdiciaron ingentes cantidades de dinero para cubrir una guerra desde los hoteles. Aquella cobertura se comió el presupuesto de todo el año y, como ocurre siempre, después ya no había dinero para documentar tragedias menos mediáticas.


Unos meses antes, en agosto de 1990, un criminal llamado Sadam Hussein, atiborrado de armas compradas a las potencias occidentales y la antigua Unión Soviética, decidió invadir Kuwait. Hasta entonces Hussein era el sátrapa preferido de Occidente. La guerra más letal de los ochenta fue la que se produjo entre el Irán del imán Jomeini y el Irak del salvaje dictador, un experimentado criminal capaz de liquidar pueblos enteros en el Kurdistán con armas químicas cuya tecnología había sido suministrada por Alemania o Francia.


España también se aprovechó de aquel sabroso mercado de la muerte: durante el gobierno de Felipe González vendimos armas a ambos países aunque, como siempre ocurre, no se informó a la opinión pública de nuestra manera obscena de hacer negocios, y mandamos barcos cargados de armas con las hojas de ruta falsificadas.


Estados Unidos preparó una gran coalición militar internacional, acercó a las costas sus portaviones cargados de misiles y se preparó para dar una gran lección pirotécnica. Las consecuencias de aquellos brutales bombardeos se pagaron durante muchos años, pero esa no es la historia oficial.


Como no hubo imágenes de muertos todos nos quedamos tranquilos. Apenas hubo protestas en las calles. Alguna vez habrá que reflexionar por qué sólo salimos a las calles a protestar cuando nos estimulan desde el poder y su periferia.


Decidí viajar a Israel ya que  conocía el país desde hacía una década. Sabía que estaba en el punto de mira de los iraquíes. Si Israel entraba en la guerra aquello podría convertirse en la peor crisis mundial desde la Segunda Guerra Mundial.


Además, los grandes perdedores de la invasión de Kuwait habían sido los palestinos. Muchos trabajadores cualificados habían tenido que regresar a los territorios ocupados con las manos en los bolsillos al haber perdido sus puestos laborales en el país ocupado.  La primera decisión que tomaron los israelíes poco antes de que empezaran a llover las bombas sobre Bagdad fue cerrar a cal y canto los territorios palestinos. Y esa situación duró hasta que un mes y medio después Hussein sacó la bandera blanca y asumió la derrota.


Los israelíes instrumentalizaron aquella crisis con gran maestría. Se presentaron ante la opinión pública mundial como las grandes víctimas. Las autoridades civiles y militares distribuyeron máscaras antigas entre la población israelí (incluyeron  a los árabes con pasaporte israelí), pero se olvidaron de hacerlo en los territorios ocupados. Orquestaron una impresionante campaña de propaganda con la intención de provocar el pánico entre sus ciudadanos.


La radio oficial hebrea empezó a transmitir mentiras oficiales aun conociendo que los iraquíes no tenían capacidad para armar con ojivas químicas sus misiles Scud B. Sabían que los iraquíes tenían que reducir la carga convencional de los proyectiles para poner más carburante y evitar que explotase antes de llegar a territorio israelí. Parecía una gran mascarada cuando uno recordaba que miles de misiles estadounidenses estaban barriendo Bagdad.


De hecho, los ochos misiles que se estrellaron contra Israel la primera noche sólo causaron 12 heridos leves por impacto directo. Cuatro ancianas judías y una niña árabe israelí de tres años murieron asfixiadas por no utilizar correctamente las máscaras antigás.


Aun siendo grave es comprensible que el estado de Israel intentase por todos los medios salir reforzado de aquella crisis. No podían devolver los ataques a los iraquíes. Si intervenían en la guerra la coalición, que Estados Unidos había organizado con otros países árabes, se vendría abajo.


Era difícil pedirles a sus ciudadanos que tuviesen paciencia y se escondiesen en los refugios cuando sonasen las alarmas aéreas. Era un país acostumbrado a devolver los golpes sin pensárselo un minuto. Tenían que utilizar la propaganda y la mentira para no dar muestras de debilidad ante sus ciudadanos.


Más censurable fue la actuación de la prensa internacional que se sintió deslumbrada por el espectáculo de luz y sonido en que se convirtió aquella guerra y cuya cobertura sobrepasó muchas veces los límites de la basura periodística.


La censura israelí (como la iraquí, la saudí, la turca o la iraquí) intentó por todos los medios controlar la información que salía del país. Los periodistas estaban obligados a mostrar sus reportajes y sus imágenes a los censores. Esa práctica desvirtuaba el trabajo y complicaba la búsqueda de la información. Pero no era necesario convertir aquello en un circo mediático.


Me instalé en un pequeño y humilde hotel muy cerca de la puerta de Damasco, una de las entradas a la vieja ciudad amurallada de Jerusalén. Uno de los principales cuarteles generales de la prensa era el hotel American Colony en la zona árabe de la ciudad. Había overbooking para comer y cenar pero, sobre todo, para copiar los teletipos de la agencia Reuters, controlados por los israelíes. El juego era transmitir propaganda, incluso mentiras, pisotear el periodismo,  publicar refritos, vaciar sobre el papel la propaganda más insípida.


Hacía poco que se había abierto la puerta a las televisiones privadas y las autonómicas comenzaban a interesarse por la información internacional. Aquel hotel estaba atestado de equipos de televisión españoles. Lo sorprendente es que la mayoría de los periodistas no podían salir a recoger información ni por supuesto visitar los territorios ocupados (había carreteras secundarias que permitía sortear los controles militares israelíes) porque tenían que hacer los llamados directos. Directos que sólo servían para mostrar un rostro en la pantalla de un periodista que muchas veces desconocía lo que estaba ocurriendo mientras en las redacciones centrales una cohorte de supuestos expertos cacareaban sin parar.


La redacción de Heraldo de Aragón me rogaba que mandase una crónica diaria. Era uno de los pocos diarios regionales con un enviado especial a una guerra que nadie veía. Decidí que lo haría, pero que también me colaría en los territorios ocupados y escribiría sobre lo que allí estaba pasando.


Gracias a amigos de Zaragoza había conocido a un médico que había estudiado en la capital aragonesa. Vivía en Ramala y trabajaba en Belén y tenía un coche con matrícula amarilla que le permitía moverse por territorio israelí. Entonces no había muros como hoy. Viajé muchas veces con él. Quería que viese con mis propios ojos lo que estaba pasando en las zonas castigadas y ocultadas por los israelíes.


Aquella vergonzosa cobertura de la Guerra Golfo realizada por la inmensa mayoría de los informadores que estuvieron en los diferentes escenarios del conflicto me hizo perder la virginidad periodísticamente hablando. Sentí que éramos piezas fáciles de manipular y que nos conformábamos con las miajas informativas. Pensé en dar el portazo definitivo y buscarme una alternativa laboral. Pero dos meses después viajé a Perú en plena epidemia de cólera y volví a recuperar la autoestima.


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