Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

Un troglodita en Torrero

Torrero1
Torrero1





Hoy toca uno de esos aragoneses increíbles. Me temo que no quedará vivo nadie que lo conociera y nos pueda aportar información de primera mano sobre él, porque el reportaje que traigo aquí es de mayo de 1928. Es decir, que ya hace casi 83 años de aquello. El caso es que en aquella época, en plena calle de Sevilla, en el barrio de Torrero, había un hombre viviendo en una cueva que él mismo se había construido/excavado. Quería hacer un restaurante subterráneo... y coronarlo con una inmensa torre construida con latas vacías de pimientos y tomates. Aunque pudiera parecer que no estaba en sus cabales, se hablaba tanto de él que  Emilio Colás le hizo un reportaje que tituló: "Un troglodita en el barrio de Torrero".  

Para muchísimos vecinos del barrio deTorrero, 'La casa de las brujas' es una arbitraria edificación que se yergue en un jardín medio abandonado y cercado por una empalizada tan abigarrada como el jardín y la casa que encierra. Los muchísimos paseantes que allí acuden y logran asomar sus narices por lo alto de la empalizada, quedan, más que asombrados, atónitos. Es de difícil descripción todo lo que allí existe.

Un jardín en el que ya no quedan ni restos de senderos, pero donde asoman sus colores algunos escondidos geranios. Unos cuantos chopos altos, erguidos, plantados en círculo.

Una extraña vivienda al fondo, sin tejas ni tejado, sin ventanas, rota, astillada, mezcla de caseta y de palomar, de almacén y de invernadero. Dentro de la casa y en todos los ámbitos del jardín, grandes montones, cantidades fabulosas de latas de conserva vacías, de vasos de cristal desportillados, de trozos de baldosas y azulejos, de hierros diversos, de todo, en fin, lo que puede catalogarse en un vertedero de escombros propiamente dicho.

Y paseando de un lado a otro, como rey y señor de estos dominios, Santiago Iñigo, un zaragozano digno por sus utopías o por sus sueños, de figurar en una galería de hombres geniales. Claro está que allí las brujas brillan por su ausencia, porque tienen sin duda otros menesteres más arduos que cumplir, tales como volar sobre una escoba la noche de sábado.

Pero como de alguna manera hay que bautizar todo lo extraordinario, todo lo que se sale del orden de lo natural y corriente, las gentes han dado en llamar a esta propiedad de Iñigo 'La casa de las brujas'. Nosotros, a pesar de todos los esfuerzos posibles de imaginación, visitamos días pasados esta casa y no vimos brujas por ninguna parte. Pueden ustedes creerlo. Lo que sí vimos...

Pero lo que vimos y lo que admiramos merece párrafo aparte.

En algunos pueblos, y no lejos de Zaragoza precisamente, existen infinidad de cuevas habitables, cuevas que son verdaderas viviendas con todos los detalles de un hogar ciudadano. Lo que no existe -al menos no tenemos nosotros idea de que exista- es una edificación subterránea con paredes, suelo y techo de movediza arena. Y esto es lo que está en vías de construcción en el lugar que reseñamos. En vías de construcción nada más, pero con el proyecto de que exista, andando el tiempo, un establecimiento verdaderamente modelo y único en su clase. Una maravilla de las maravillas, todo bajo tierra y todo construido con materiales de desecho.

Si de esta descripción salimos incólumes, podemos tener ya la seguridad de que la enajenación mental no habrá, en "jamás de jamases", de castigarnos.

Santiago Iñigo es un hombre de 60 años cumplidos; pero con todas las apariencias y los movimientos de un chico. Para entrar en su finca, Marín Chivite y yo hemos tenido que valernos de una escalera de mano y hemos hecho más equilibrios que un artista de circo. Iñigo, con sus 60 abriles, salta y corre como un jovenzano. ¿Será que le prestan vigor a sus energías todas las fantasías que bullen en su cabeza? Porque Iñigo es un hombre realmente extraordinario. Cualquiera otro reduciría ese pedazo de tierra que posee a diez metros del paseo de Ruiseñores, a pesetas, y viviría sin más preocupaciones tan ricamente.

Pero él no. El es un hombre que ha estudiado Astronomía, Física, Química, Matemáticas y Botánica, y con todo este conglomerado de materias en el cerebro, ha pretendido revivir la existencia de los antiguos trogloditas. Ha pretendido ser un troglodita de nuestros tiempos. Pero llevando a su idea del trogloditismo todas las novedades de una moderna civilización.

En una palabra, Iñigo quiere, intenta, pretende ofrecer al pueblo zaragozano un lugar de expansión tan pintoresco como arbitrario. Una especie de merendero en las mismísimas entrañas de la tierra. A nosotros, después de lo que hemos visto, después de lo que Iñigo nos ha explicado, nada puede extrañarnos. Le consideramos muy capaz de llevar a cabo su obra. Ahora, que -ya se lo hemos dicho- nos parece que la lleva muy despacio.  Porque allí no hay más ni más albañiles que él. El se lo hace todo. Y todo aquello es mucha obra para un hombre solo.  




Iñigo nos ha explicado sus proyectos, que vamos a procurar transcribir con toda fidelidad. Trata de establecer un establecimiento sui géneris. Un establecimiento en el que os abrirá la puerta un criado mecánico, un muñeco...

-Esto es lo mejor -nos dice Iñigo- para que no haya distinciones entre la clientela...

El público que frecuente este establecimiento, una vez en el vestíbulo, tendrá acceso a los gabinetes subterráneos por medio de un "tobogán".

El "tobogán" se deslizará raudo por unos raíles y llegará hasta los gabinetes reservados. Allí, una vez en el gabinete, los clientes no se valdrán de las clásicas palmadas para reclamar la presencia del camarero. Tampoco utilizarán ningún timbre. Para tal menester se servirán de una campanilla, y cada gabinete tendrá su campanilla de distinto tono. Es decir, que sonará un "mi", o un "la", o un "re bemol", y el camarero sabrá perfectamente dónde y en qué lugar reclaman su presencia. Pero, ¿a qué continuar?... Algunas de las fotos que ilustran estas líneas podrán dar mejor idea de esta concepción arquitectónica, tan original como fantástica.

La Torre del Oro... está en Sevilla. Esto lo saben hasta los chicos de la escuela. Pero Iñigo, que tiene sus terrenos en la calle de Sevilla de la ciudad de Zaragoza, quiere hacer honor al nombre de la capital andaluza. ¿De qué manera? ¡Ah!... Para un hombre de imaginación abierta no hay obstáculos ni imposibles. Sobre ese fantástico merendero, y sirviendo de bases ocho grandes chopos, Iñigo proyecta alzar otra Torre del Oro. Pero no una torre que se parezca a la que refleja sus colores en las aguas del Guadalquivir.

Aquella es toda de ladrillo, y ésta que los zaragozanos vamos a ver alzarse en un rincón de Torrero, brillará como el escaparate de una joyería. Sus áureos reflejos y destellos se quebrarán en las aguas de una acequia que por allí discurre mansamente. Iñigo formará con latas de tomate y de pimiento, naturalmente vacías, unas esbeltas columnitas que rodearán el tronco del chopo, sirviéndole como de abrigaño. ¡Y luego pintará todas las latas con purpurina!

¿Eh? ¿Qué tal?... ¿Es o no fantástico este proyecto de cuento de hadas? La torre así formada sustentará una terraza, desde la que podrá contemplarse un hermoso paisaje.

Iñigo nos invita a descender a los subterráneos. Y bien sabe Dios con cuánto fervor a El nos encomendamos, cuando ponemos el pie en el primer peldaño de arena que conduce a las tenebrosidades descubiertas por este hombre. Sin querer, nos acordamos de las niñas desaparecidas y de los socavones y grietas de la calle de Cea Bermúdez.

-Quién sabe -pensamos, mientras a tientas nos internamos por aquel dédalo arenoso- si andando el tiempo servirán nuestros huesos para que unos señores médicos hagan otro dictamen extensísimo...

Encendemos unas cerillas. Marín, arrastrándose, consigue obtener una fotografía de la entrada a esta cueva, que vista así, ¡ay!, desde adentro, se nos antoja un lejano puerto de salvación... Tanteamos las paredes y el techo. Arena. Una riquísima arena fina como la del Sardinero. ¡Y allí es donde el buen Iñigo nos explica que se instalarán los gabinetes reservados!... Cuando salimos a la superficie, nos parece mentira.

¿Ser o no ser?... Porque viendo aquel montón de desperdicios, aquel conglomerado de escombros; que según Iñigo van a servir de materiales para la construcción de su vivienda, dan ganas de pensar si este hombre es un iluminado o un humorista.

Bien es verdad que todas las grandes obras, todos los grandes inventos han tenido un principio atrevido e insospechado. Todos los creadores han sentado plaza de locos antes de dar cima y fin a sus fantasías. ¿Nos hallaremos ante un caso de éstos? Cuando salimos de la finca y descendemos por una endeble escalera formada por tablas de cajas de higos, que amenaza deshacerse como un azucarillo, llevamos el fardo tormentoso de nuestras dudas que se clava con insistencia en nuestro magín.

Iñigo nos despide desde lo alto de la empalizada con una sonrisa amable.

-¿Será todo esto posible? -pensamos-. Pero, por sí o por no, respiramos tranquilos, ya que por una vez, y afortunadamente, nos hemos librado de morir a "loseta". La verdad, no nos hubiera hecho mucha gracia...


Los lectores de Tinta de Hemeroteca que vivan cerca, ¿habían oído alguna vez esta historia? Yo había oído, no sé si será verdad, de alguien que vivía en una cueva, o algo así, cerca de Tenor Fleta. Y también, en la misma zona, de una ermita con santero y todo. ¿Les suena?

Y antes de despedirme, y por si acaso no se han enterado, en estas últimas semanas he podido dar continuidad a temas que saqué en Tinta de Hemeroteca. Todavía me quedan muchos más en cartera, pero uno hace lo que puede. En cualquier caso, si se acuerdan de El primer automóvil construido en Zaragoza, sepan que pude elaborar una pequeña biografía de Lorenzo Gradé. Y si recuerdan al hombre que inventó el petróleo sintético, pinchen aquí y aquí y comprobarán que inventó alguna cosa más.

Y eso es todo por hoy.  


Y mañana...

La Lealtad tuvo calle en Zaragoza

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión