Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

La calle que no tenía nada malo

Manifestación
Manifestación


Es viernes, y toca volver a una serie que interrumpí en Navidades: la de las calles de Zaragoza, siguiendo la serie original que publicó Milagros Heredero a finales de los 60 en HERALDO. Es el turno de la calle de la Manifestación:

Hasta hace poco menos de tres años la calle de la Manifestación fue la "calle del alcalde". Era una de sus notas definitivas, aunque es una calle con muchas más notas y bastantes sobresalientes en ellas.

Pasajera y tranquila al tiempo, guarda para sí viejas esencias. Su vecindario, antiguo, se relaciona con una amistad cariñosa. Se ha hecho visible cuando la periodista ha indagado, ha preguntado por sus peculiaridades.

-¿Lo mejor de ella? La unión que tenemos entre todos.

-¿Y lo peor?

-¿Lo peor? En Manifestación no hay nada malo.

Hacer un reportaje de la calle Manifestación y no conocer las impresiones de don Luis Gómez Laguna es igual que tener una casa sin niños, un jardín sin flores y un caballo pura sangre tuerto de

un ojo. Es por eso por lo que me encamino directamente al número treinta y ocho de la calle. Allí me recibe el señor Gómez Laguna con la llaneza y amabilidad que deben de caracterizarle.

-Mis abuelos fundaron este comercio aquí, lo continuaron mis padres. Yo nací, vivo y pienso morir aquí, en Manifestación, aunque por la población circule desde hace  tiempo el rumor de que me voy a

cambiar a otro barrio...

-¿Y por qué tiene usted tanta adhesión a la calle?

-Me encuentro bien, me gusta el barrio, me gusta oír las campanas del Pilar. Mi piso es grande, aunque antiguo, y con diez hijos me sería difícil buscar solución.

Y prosigue:

-El carácter de la calle es su comercialidad. Con la vecindad de la de Alfonso en un extremo y del Mercado Central en el otro, el paso de la gente de a pie es grande. La calle es estrecha y permite ir de

uno a otro lado buscando sin dificultad la compra que interesa. Si se llevan el mercado, como está proyectado y como ha de suceder pronto, siempre tendrá por la otra punta la vecindad de Alfonso. La importancia que le contagia esta vecindad.

La calle está habitada por clase media en toda su escala. Es calle pacífica, de aire límpido, especialmente en las noches de verano, cuando algún portero no resiste la tentación de sacar su silla y echar una amena parrafada con otro. Por la noche también, el tranquilo viandante o aparcador de automóvil puede pegarse un buen susto frente al número 21: una maniquí resplandece con la última novedad de bikini, o con un poético salto de cama, según el clima. Con todo, es la menor de las sorpresas de la casa número 21 y de las que luego hablaré.

La firma Gómez y Sancho y data, en donde está, del año 1898, aunque su antigüedad se remonta unos años más, alcanzando algo más del centenar. Su aspecto lo conocen todos los zaragozanos. Guarda la misma fachada de aquellos tiempos. Unas grises y simples puertas dan acceso a un extensísimo local con bastantes mostradores y muchas sillas para que la clientela se siente y elija despacito y bien. No hay ni un escaparate.

-¿Quiere decir esto, don Luis, que el buen paño en el arca se vende?

-El paño hay que revisarlo. Lo que quiere decir es que hasta ahora no ha habido gran necesidad de publicidad ni de poner escaparates. Hemos podido y querido mantener el sentido tradicional del comercio. Hasta hace bien poco teníamos los aparatos de gas.

A lo largo y lo ancho de la calle Manifestación, cuarenta y cuatro números en total, hay un ídem de diecinueve tiendas de tejidos y confecciones.

-¿A qué atribuye usted este fenómeno?

-Es un instinto de conveniencia. Ni más ni menos que las agrupaciones por gremios de la Edad Media. Así, esta calle era la de la Platería; al lado, la de Cuchillería; más allá, la de Sombrerería; su nombre ya indica lo que quiere decir, el comercio que existía en la calle.

Lo que se grabó en las infantiles retinas de mi interlocutor como más descollante de la calle de Manifestación es una confitería que había junto a su casa, en la que se vendían por una sola perra los pasteles más largos que el señor Gómez Laguna haya visto jamás. Al final, como es de rigor, la preguntita difícil.

-Don Luis, ¿notó la calle que uno de sus vecinos era alcalde?

-¿Mejoras quieres decir? Pues me parece que no. Pusimos el alumbrado con la contribución de todos los vecinos, por cierto regular, porque no es nada brillante...

Tal vez la puerta más antigua de la calle Manifestación y de la ciudad sea la de los viejos hornos de San Valero.

-Mire, sin arreglo ninguno, tal como estaban hace cien años. Desde 1870.

Y sin carcoma ni nada; buena madera. A lo mejor, alimentada también por el pan de los hornos. Y por los roscones. Su dueña, doña Carmen Escanero Seral, me habla de su solera.

-Si la tendrá, que siendo los mismos hornos los de San Miguel y Sanjurjo, todo el mundo tiene que venir aquí.

Y llamar Valero a don Florencio.

-Oiga, Valero...

-Pero no me llamo Valero; me llamo Florencio.

Sobre la calle Manifestación hay mucho que decir. Escuchemos a doña Carmen:

-Todos nos conocemos y, gracias a Dios, somos gente muy formal. Hay algo más que la simple relación de cliente y comercio. Todos nos conocemos, sabemos quién va a tener un niño, quién empieza a ir al colegio, quién saca buenas notas... La gente es muy buena; mire, hasta el párroco del Pilar vive aquí. Mire, yo podría vivir en otro sitio, pero le tengo demasiado cariño a la calle para marcharme de ella. Además... fíjese, me creo que viviendo aquí tan cerca, tan cerca del Pilar, me creo que tengo más derecho sobre la Virgen que nadie.

Insiste:

-Yo, yo sí, me lo creo. Me cuesta sólo dos minutos ir de aquí a verla, no me cuesta más. Pues tengo más derecho que nadie.

Los roscones del horno de San Valero tienen medalla de oro, diploma de honor... y secreto profesional. Secreto que sólo conoce Valero, digo don Florencio Marco, su artífice. Naturalmente, no soy tan indiscreta como para preguntarle por él: no nos lo diría. Lo que sí nos dice es...

-Que tal vez sea el último que sepa este secreto y lo practique. Los que vengan detrás no sé si querrán hacerlo, ni mis hijos. Lleva mucho trabajo.

De la calle y de los roscones pasan a hablarme de su ex alcalde.

-Oiga, como vecino, todo lo que hemos querido; como alcalde, nada. Cuando tocó pagar por metros, él lo hizo como cualquiera.

Es algo que el vecindario tiene a orgullo divulgar. Y luego volvemos al "punto", a los roscones. Don Florencio los ha vendido desde a cincuenta y cinco céntimos unidad. Los precios han subido hoy; el más caro es de cincuenta pesetas.

-¿Qué pedirían ustedes para la calle?

-Que continúe muchos años así, con esta solera, con este aprecio que nos tenemos todos...

La calle de la Manifestación tiene un delicioso remanso en la plaza del Justicia. El número 16 de calle es un soberbio edificio de principios de siglo, muy del gusto de la época, construido según la inspiración del arquitecto Magdalena. Con sus tres fachadas llenas de empaque: la de Manifestación, la que da a la plaza del Justicia y la de Santa Isabel. En el solar que ocupa se alzó anteriormente la casa donde nació don Mariano de Cavia. Una lápida, algo sucieja por cierto, lo recuerda. Con su evidente personalidad, con sus herrajes, con sus balcones corridos, su doble alero sobre los miradores, con su gusto barroco, la casa número 16 da carácter a la plaza y a las calles que mira. En la plaza, hermosa por naturaleza y por plaza, se conjugan admirablemente la barroca fachada de San Cayetano, el edificio del Colegio Notarial, la bella y majestuosa aguadora que dio el pueblo en llamar 'Samaritana', las palomas correteando por el centro y los plátanos y acacias que la circundan. Todo invita al sosiego, al bienestar, en esta plaza, encrucijada de fuerte atractivo. Y también a marchar al barrio de la Química en el autobús que arranca de aquí. Por dos de sus lados se extiende la calle de la Manifestación. A lo largo y a su ancho le dan vida comercial, ya lo he dicho, diecinueve tiendas de confección y tejidos, dos mercerías, dos farmacias, cuatro relojerías y una joyería, un bazar, un estanco, cuatro tiendas de comestibles, dos de calzados y una moderna galería de arte.

En los primeros números de la calle, que se inicia en la plaza de Lanuza, encuentro uno de los establecimientos más antiguos de tejidos y confección. Está a nombre de la viuda de Santiago Canela. Sus dueñas, muy amables, me hablan de cuanto vieron pasar por aquí.

-Esta parte va un poco a menos. Bastante a menos. Es más popular que la otra parte, muy pasajera. Sobre todo antes, que paraban aquí muchos coches de los pueblos. Ya no recuerdo todos: los de Castejón, los de La Almolda... Había más vivienda... Se nota todo esto.

Doña Carmen entresaca de sus recuerdos más viejos y de lo que ha oído contar. La plaza de San Antón, sus roperías, sus viejas boterías...

-¿Anécdotas? Se dan tantas en los comercios... La gente pide cosas rarísimas, "de cuando no había tren", como decía mi padre.

Más hacia el centro de la calle llama la atención a la curiosidad la periodista y a todas las curiosidades del mundo una curiosa casa cuya curiosidad puede curiosear el lector. Es la número 26, o las números, 24, 26, 28, como se prefiera. Me explicaré. En esta casa, según me ha contado don Agustín Aguilar, vecino de la 26 y dueño de esa pequeña tiendecita de comestibles, se da un caso extrañísimo. Un laberinto.

-Sí, sí, y tanto. Se da la circunstancia de que algunos vecinos viven a la vez en habitaciones de la casa número 24, de la 26 y de la 28. Causa: la pequeñez, el poco fondo. Los tres inmuebles son propiedad del mismo señor.

-Pero, ¿entonces?...

-Muy fácil: los desniveles que van de una habitación de un inmueble a otra de otro se salvan con uno o dos peldaños. Fácil, ¿verdad?

Tan verdad que aquí está al señor Fortea para garantizármelo. El señor Fortea ha vivido, a la vez, a un mismo tiempo, así: su comedor estaba en la casa número 24; su cocina y galería, en la 26; su dormitorio, en la 28...

-Este es el chiste de la casa, el laberinto. Sus arquitectos debieron de ser de hace doscientos años.

-Indudablemente, de cuando "no estaba el tren". La casa, las casas reúnen en total once vecinos.

-Pues el mismo año en que murió Manolete ¡tuvimos un susto!... Por la noche creíamos que nos hundíamos.

-¿Y qué pasó?

-Nada de importancia. Se echaron unas medias suelas a la casa, y hasta la fecha.

Todavía hay otro inmueble en la calle de la Manifestación digno de curiosidad. Es el número 21. El del escaparate con la maniquí en bañador de dos piezas. Don Agustín Aguilar y el señor Fortea me lo cuentan.

-¿No lo sabe usted? Pues ahí ocurre que no tiene nada de fondo, sólo lo que usted ve, lo que corresponde a la habitación de la fachada.

-Entonces, ¿cómo se las arreglan los inquilinos?

-¿Inquilinos?... Si sólo ha habido uno, que ahora no vive ya. Y se arreglaba muy bien. En un piso comía, en el otro dormía; el otro, el más alto, correspondía a la cocina...

En la tiendecita de don Agustín -pequeña: dos o tres metros cuadrados, diría yo, puestos en fila-, el ingenio de su dueño se ha tenido que afilar. Y ya lo creo que se ha afilado. Hay un sitio para cada cosa y cada cosa está en su sitio. Por lo que yo veo, tiene de todo; aunque él dice que no, que más tendría si tuviera lo principal: sitio. Las clientes amablemente se ayudan unas a otras para abreviar y ganar el preciado primer puesto. Don Agustín gasta humor, simpatía, amabilidad, buen carácter; tiene al barrio en un puño, como quien dice, aunque en este caso el puño sea efectivamente su tiendica.

-Aspiraciones, ya las tiene todo el mundo -me dice, algo socarrón-; y meterme empeñado en otro sitio, ¿a qué?

Cambiamos el paisaje. Los recuerdos de don Agustín nos sitúan en el paseo del Ebro.

-Donde estaba la plaza de Huesca, que tenía un molino. Allí iban a parar la calle de la Muela, la de las Flores, y la del Fin...

-¿La del Fin?

-Sí, como en las películas: fin. Bueno, todo aquello era un poco de mal vivir, pero en fin...

Fin. En el recuerdo de mi interlocutor, está ahora auroleado por un no sé qué de misterioso y poético. Don Agustín Aguilar, amable y simpático, es el que me ha contestado que lo mejor de la calle de la Manifestación es la unión de sus vecinos, y, al preguntarle por lo peor, fue él quien me contestó:

-En la calle de la Manifestación no hay nada malo.


Y ahora, el turno de los lectores. Tómense unos minutillos y compartan con todos nosotros sus recuerdos y experiencias en torno a la calle de la Manifestación. Seguro que recordamos tiendas, personajes y cosas que ya habíamos olvidado.

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