Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

La calle más decadente de Zaragoza

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La calle más decadente de Zaragoza era, en 1968, la de Predicadores. O al menos así lo aseguraba este reportaje, firmado, como todos los demás de la serie dedicada a las principales vías zaragozanas, por Milagros Heredero. Leánlo, que, al igual que en los anteriores, apreciaran cambios y similitudes con la situación actual:   

Como me ha dicho el viejo e interesante señor Gracia: "Vivimos en este mundo para percatarse uno". O una, como en este caso. Y una se percata, caminando a lo largo y a lo ancho de la calle de Predicadores. Muchas cosas le vienen a las mientes, a la vista. Y apenas sin querer, como si las cosas estuvieran en estado de alerta, acechando la primera  atención para volcarse sobre ella. Me choca en la calle de Predicadores que su vecindario habla de ella con desilusión. Con mal disimulado disgusto. No es corriente esta deserción de lo propio, de lo que da una manera de vivir.

Por lo pronto, el viejo Ayuntamiento casi vacío, los abandonados Juzgados, el todavía vestigio de lo que fueron las cárceles y, sobre todo, ese terrible y friolento caserón que es la Casa de Amparo ponen en la calle un sello inaguantable de fatiga, de tristeza. Ni los pequeños de la escuela de Nuestra Señora del Pilar la mitigan, aunque tal vez sabrán espantarla, la población del instituto de segunda enseñanza y el grupo escolar que, según me han dicho fuentes bien informadas, serán pronto el viejo Ayuntamiento y los Juzgados.

Por lo pronto, agobiada, agotada, está lejos de ser, desde luego, aquello que he leído: "Famosa, adornada de riquísimos tapices y luminarias en tiempos en que reyes, príncipes, infanzones, pasaban vestidos con deslumbrantes galas...". Si fue así, hoy no le queda ni huella. A no ser un curioso escudo que he visto en la viejísima casa de una cañicería, en el que figura lo que parece una estrella en medio de un triángulo.

El vecindario más antiguo recuerda un tránsito puramente campesino, de torreros, de carros cargados de verduras, de recaderos. Gentes del pueblo y las afueras que pernoctaban en las viejas posadas por poco dinero... Todavía las posadas que permanecen vivas, aunque renqueantes, guardan la tradicional fisonomía: los grandes zaguanes con cuadras y cocheras. Pero dejemos hablar al vecindario, que es lo que aquí importa:

-El plástico se va apoderando de todo esto -me dice el dueño de la posible única cañicería que existe en Zaragoza. Y mientras él, Vicente Lorente, pisa la base y va entretejiendo lo que ha de terminar en una cesta, charla de Predicadores, calle que conoce bien-.

-Verdaderamente, nací aquí. Mi padre llevaba ya un montón de años con el negocio.

Negocio de envases, de cestas de mimbres, más sanas, más higiénicas que las de plástico; y, sin embargo...

-Esta cestería es la misma de la calle de Las Armas, casi seguro que la única que queda, ya le digo...

Va para menos. Los cañizos apenas se utilizan ahora como antes se hacía en la construcción.

Y Vicente Lorente me habla del mimbre cultivado en campos de Ejea y de Gallur. Hay que trabajarlo cuando aún está verde, húmedo, para que su flexibilidad permita curvarlo, hacer de él lo que se quiera.

-Cerca de una hora empleo en hacer una sola cesta.

Son cestas que se usarán en el matadero, principalmente; también en las panaderías, por aquello de la higiene, la salud y el olor del plástico.

-De la calle poco puedo hablar, siempre metido en mi trabajo. Hace relativamente pocos años que tenemos luz eléctrica y yo creo que estaba mejor con las farolas antiguas; había más claridad y menos apagones. Por lo demás, ya lo ve, una calle que tiene más de la mitad comida por los Juzgados y la Casa de Amparo...

Vicente Lorente me cuenta lo que oyó.

-Se decía que iban a poner una estación de autobuses...

Los proyectos parecen haber sido superados. Lo que sí existe en la calle de Predicadores son dos agencias de transporte. Una les llevará hasta Casetas, Torres de Berrellén, Pinseque, Alagón y Cabañas de Ebro. La otra a Boquiñeni, Luceni y Pradilla. En la calle de Predicadores hay un par de almacenes de madera; otro de pieles, donde se orean y dan olor y casi sabor muchos cientos de pellejos. Hay una hojalatería, una compra-venta de sacos...

-Esto será siempre igual -me dice un antiguo industrial, José Bruñén, almacenista de maderas, prestigioso por supuesto-.

-Pusieron un tranvía que iba a la plaza de España; lo quitaron. Han quitado los Juzgados, han quitado el Ayuntamiento, han perjudicado a la calle. Esto está muy parado, muy malo para el comercio -me dice, soltando de golpe todo el lado malo de la cuestión-. Es verdad que adoquinaron la calle; yo la conocí sin adoquinar. También han puesto un buen hotel. Hace tres añicos todo eran casicas malas; ahora todavía hay algo bueno...

-Y usted, ¿qué pediría para la calle?

-¡Qué voy a pedir! Que hagan todas las casas nuevas, que tiren las viejas. Que, con las nuevas, ya vendrá el comercio y los buenos pisos. Y si pueden ser baratos...

Pisos baratos... El señor Bruñén se ha cortado casi al tiempo de decirlo; se da cuenta de que puede estar pidiendo demasiado...

Atención, les presento a ustedes a Miguel Gracia, ochenta años, memoria prodigiosa, temperamento vivísimo y testigo de excepción, a partir de 1901, año en que se instaló en la calle de Predicadores.

-En 1901 abrí un taller de carpintería. ¿Qué quiere que le diga? Lo sé todo.

Ahora el señor Gracia está en el umbral de su pequeña papelería, que instaló con buen criterio en el año veintisiete, cuando empezó a comprender que lo grande se iba a comer a lo chico.

-¿Se acuerda usted de la Puerta de Sancho? -pregunta la periodista por el detalle que nadie le supo dar-.

-¡No me he de acordar! Era una puerta de dos hojas, estrecha, a ver si me comprende, no como la del Carmen, que tiene tres huecos. Esta sólo tenía uno y era de consumos, de género, para que me comprenda, para los que pasaban pollos, ¿me comprende? Había otra en esta parte de aquí, la de la Tripería la llamábamos.

-Ha debido cambiar mucho todo esto, ¿verdad?

-Todo ha cambiado. A ver si me entiende, antes todo era a mano. Esto eran talleres de pequeña escala. Han hecho casas nuevas que se ven a la vista. El ensanche de la avenida que van a hacer se ha comido la plaza de San Antón y la calle de Antonio Pérez; ahí están, en esas anchuras. A ver si me entiende... ¡Ha cambiado tanto la calle de Predicadores!

-Se hacen traslados de público. Ahora hay más cultura. Antes tenía usted tabernas y ahora se han convertido en bares...

Los pequeños y recelosos ojos de don Miguel Gracia, con sus ochenta años de observación, se clavan en los de la periodista para ver si le entiende. Como le parece que le entiende, sigue...

-¿Sabe por qué? La gente baja entraba en la taberna, y los otros no entraban para no rebajarse. Ahora, con los bares, puede pasar todo el mundo, hasta las mujeres y los niños, y todo...

-Y la gente, el carácter, ¿es igual?

-¡Hombre! La gente se conocía más antes; como todo era más pequeño había otro roce. ¡Ya no hay aquel roce! Era la vida muy distinta. Yo, por ejemplo, he trabajado sin seguros de accidentes. La Mutua se puso en Zaragoza en el año cinco. Mire, yo trabajé seis meses sin cobrar una perra.

-¡Era una injusticia! -comento yo, y él me mira con extrañeza-.

-Sí, pero ¡eran aquellos tiempos! ¡Porción de años!

Parece como si le sirvieran de absoluta explicación; no me atrevo, no quiero poner justificación. El señor Gracia se conserva ágil, penetrante, lleno de facultades y amable.

-Tiene usted muy buena memoria -le digo-.

-Otro no encontrará -contesta, y hace una pequeña exhibición-:

-El año tres se abrió el mercado, que aún lo pone en una piedra. El 20 de mayo del año cinco pusieron nueva corona a la Virgen... ¿Para qué vivimos en este mundo? Para percatarse uno...     

La calle del Arpa, que conducía a la posada de San Jerónimo Con don Miguel Gracia he salido a la puerta de la calle y me he percatado de que hay unos trozos más anchos de calle que otros. El me lo ha explicado. Predicadores siempre fue ancha, pero antes, ¡qué curioso!, era más ancha todavía. Como unos tres metros más ancha.

Ni el propio don Miguel Gracia, que lo sabe todo, se explica esta rareza, anomalía, contrasentido o como se prefiera llamar. Ahora, estos ángulos que van de lo ancho a lo estrecho, sirven para estar llenos de cáscaras de frutas y de porquería. En el número 77, en la misma esquina del señor Gracia, desde hace más de cuarenta años, se colocan las páginas más importantes de un periódico, para el que quiera leer gratis... y tenga tiempo.

He hablado de las posadas. Todavía subsisten dos. La de San Benito y, la más antigua, de San Jerónimo. Ambas cortadas por el mismo viejo patrón. Con su anchurosa entrada, con sus antiguas cuadras para alojar caballerías y carros. También con sus habitaciones, su palangana en ellas, sus cortinas...

La de San Benito hace proyectos. Don Manuel Palacio siente la crítica situación en que ha quedado al desaparecer el inmueble dos, en aras de la Vía Imperial.

-No puede seguir esto así -me dice-. La Vía Imperial merece algo más.

El señor Palacio no puede adelantar mucho de lo que merece la Vía; sólo nos recuerda el viejo dicho de que las cosas de palacio van despacio.

En la posada de San Jerónimo, franqueada la sugestiva callejuela llamada, quien sabe por qué, del Arpa, encontramos a una zaragozana castiza, Pilar Soler, que lleva "en estos corros" una veintena de años por lo menos. Es, me dice, con otra compañera, la esclava de la posada. Tiene el gesto amable de subirme a las habitaciones.

-Cambiar no ha cambiado nada. Todo muy limpio, ya lo ve... pero, claro, de antes. Hay gente que me dice: "Oiga, ¿y armarios no tiene? Oiga, ¿y ducha no hay?". Yo les contesto: "Oiga, por treinta y ocho pesetas, ¿qué quiere?"...

Porque no han leído mal. Son treinta y ocho pesetas el derecho de pernoctar entre sábanas limpias.

-Limpias, ya puede decirlo. Cada uno que duerme estrena sábanas limpias. Todavía hay quien me dice: "Por siete pesetas he dormido yo en esta misma cama".

Ahora ya no se sirven comidas, pero hasta hace cuatro años dormir, cenar, desayunar y comer costaba treinta pesetas. Precio de antes de la guerra. La clientela es de los pueblos.

-Antes campesinos y ahora albañiles, gente así, conforme a los tiempos. ¿Cuál será el futuro de esta antiquísima posada? ¡Qué sabe Pilar Soler, que es sólo la "esclava"!

Lo que sea, sonará, pero según ella cree, siempre, lo que suene, tendrá el nombre de San Jerónimo...

-Está desmereciendo la calle -me dice Jorge Ferrer, que la habita desde hace cincuenta años en el interior de una cestería, oficio a extinguir-.

-Desde que quitaron el Ayuntamiento y los Juzgados, está desmereciendo. Igual que el oficio, en el que no quedamos más que los de los porches de Lanuza y un servidor. Diga que el alquiler es barato, que si tuviera que pagar la burrada de cuatro mil pesetas, como otros, tendría que poner dinero.

Son oficios que ya no cubren las modernas rentas. Negocios que ya no se pueden implantar. La gente ya no compra esteras para el Pilar. Pocos van de merienda con la clásica cesta. No se vende una escoba. Opina lo mismo el señor Viñuales, jefe de la compra y venta de sacos de la calle de Predicadores. Sacos de yute, no de plástico.

-Más del ochenta por cien de los que se dedicaban a este negocio han cerrado. A las fábricas les gusta trabajar a envase perdido. Con decirle que nos tienen compasión hasta los de Hacienda... Basta.

En el escaparate de una herboristería pueden verse tres clases distintas de guisantes. Unos, marrones, que se llaman tirabequebisalto; otros, "petit provenzal", que son verdes, y otros, muy blancos, que ignoro por qué rara etimología reciben el nombre de Lincoln. La calle Predicadores, que durante cierto tiempo se llamó de la Democracia, ahora es así un tanto desalentadora con sus viejas casas y sus viejos azulejos chillones en los portales; su pequeño comercio, que no se puede valer por sí mismo; sus almacenes de legumbres, de pieles, de maderas. Sus cesterías, hojalaterías, sus tienduchas, entre las que deslumbra una cafetería moderna y un restaurante y residencia en donde, por circunstancias ajenas a su voluntad, un conde blanco se ha convertido en un caballo...

La calle de Predicadores, después de muchas vueltas y revueltas, y a pesar del común pesimismo de su vecindario y de la melancolía que arrojan la Casa de Amparo y las antiguas cárceles, puede tener -vecina de la Vía Imperial- un futuro esplendente. Es cosa de esperar... 


Pues eso es todo. Anímense enviando comentarios, recuerdos, anécdotas e incluso fotografías relacionadas con la calle de Predicadores. Tinta de Hemeroteca busca simplemente provocar una respuesta en quienes lo leen. Sus aportaciones son importantes. Y, para todos aquellos que se hayan perdido alguna entrega de la serie, aquí les dejo los enlaces: 

1. La calle de las dos caras.

2. La calle más elegante de Zaragoza.

3. La calle obsesionada con mantener la línea.   


Y aprovecho para avisarles de que Tinta de Hemeroteca tardará unos días en volver.

Pero volverá.

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