Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

El inventor del crecepelo, con clínica en Zaragoza

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La mayor preocupación estética del hombre ha sido siempre la de lucir un cabello tupido. De momento no se ha conseguido el crecepelo universal, pero no faltan quienes lo intentan, y el que lo logre seguro que amasa una enorme fortuna. Uno de los procedimientos más famosos a principios del siglo pasado para combatir la calvicie era el 'Capilar Mourade'. Tan famoso, tan famoso, que incluso en 1932 se abrió una clínica especializada en Zaragoza. La expectación era enorme, porque el doctor Mourade llegaba precedido por sus éxitos en Madrid y Barcelona. Tan grande era que Emilio Colás le dedicó un reportaje a página completa e ilustrado con cinco fotografías. Como el texto es una delicia, o así me lo parece, lo reproduzco tal cual se publiqué, y creo que, muy a mi pesar, estoy batiendo un récord de longitud en el blog:

Las nueve de la noche, en el hall del Gran Hotel, con ese aire inconfundible de cosmopolitismo que lo invade, pese a nuestra condición provinciana. Grupos de médicos, periodistas, practicantes, señores particulares que viven de sus rentas. Y deambulando entre medio de todos ellos, saludando a unos y a otros, en su chapurreado franco-español, un hombre de aspecto venerable y simpático, que a pesar de haber doblado la curva de la segunda juventud, lleva airosamente y sin empaque alguno el smoking.

Entran y salen viajeros del Hotel. Por la mampara de cristales aparecen los ilustres autores Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, que se dirigen a tomar el ascensor. Nos acercamos a saludarles y, más que con la palabra, nos interrogan con el gesto. Un gesto que parece decir... ¿Qué significa todo este barullo?... Les explicamos. Se trata de un banquete 'científico'. De un señor que ha inventado un específico para curar la calvicie y va a dar una conferencia ilustrada con la proyección de una película para demostrarlo. Y que ha tenido la gentileza de invitar a una comida íntima a los médicos y a los periodistas y fotógrafos que van a asistir a la disertación. Los Quintero, se sonríen y contemplan al inventor con curiosidad. A poco, llega el momento de sentarse a la mesa. Treinta, cuarenta invitados. Y, haciendo los honores a todos, el señor del smoking.

Burbujea en las copas el champagne. Y entonces el señor del smoking que se pone en pie, alza su copa y brinda gentilmente:

-Por todos ustedes, señores, por Zaragoza, y muy agradecido por haberse dignado aceptar esta modesta invitación.

Todos los invitados aplaudimos. Pero no con aplauso de cortesía obligada. Es porque aquel señor, que no es otro que don Juan Mourade, el sensacional inventor, nos ha ganado a todos con su simpatía.

Aún saboreamos el café que humea en las tazas y los camareros corren unas cortinas que aislan el salón comedor de la magnífica rotonda. Una orquestina comienza a interpretar aires de zarzuelas. Percibimos ese zumbido característico de las máquinas cinematográficas. El señor Mourade sale del comedor y tras él lo hacemos todos los comensales. Grata sorpresa. La rotonda del Gran Hotel, sumida en una discreta penumbra, aparece convertida en un elegante saloncito de cine.

Todas las sillas están ocupadas. No falta entre estos espectadores una bella y lucida representación del sexo femenino. Sobre la pantalla se proyectan asombrosos casos de curación de la calvicie en un ininterrumpido desfile. 'El señor don José Brugat -reza la pantalla-, calle del Carmen, Barcelona, doce años calvo'. Y aparece la figura de don José Brugat al comenzar el tratamiento. Y se repite la fotografía, visto a los ocho meses; con pelo, naturalmente. 'Don José Gómez, calle de Aribau, Barcelona'. Exactamente igual que el caso anterior. Con su cabeza como una bola de billar, después con un ligero conato de cabello, y más tarde con un pelo que para sí lo quisieran muchos sinsombreristas que presumen por esas calles. ¡Asombroso! ¡verdaderamente asombroso!

El público sigue con creciente interés el desarrollo de la película hasta que un letrero anuncia: Fin de la primera parte. Entonces el señor Mourade hace acto de presencia en medio de la sala y paseándose por entre las sillas con aire víctorhuguesco, va explicando a la selecta concurrencia las curas conseguidas con su maravilloso invento, el Capilar Mourade.

Don Juan Mourade ejercía como practicante en Gadir, un pueblecito de la colonia francesa Mont Liban. Un día, en la Casa de Socorro donde prestaba sus servicios, vio llegar a un albañil maltrecho y dolorido, víctima de un accidente del trabajo. Acababa de sufrir una caída de un andamio y presentaba toda la cabeza abierta. Era necesaria y urgente una operación. Hay que hacer constar que el albañil, de setenta y cuatro años de edad, sufría una calvicie total y completa hacía cuarenta y dos años.

Los médicos hicieron la operación y, al dejar al descubierto el cuero cabelludo, uno de los doctores exclamó:

-Fíjense ustedes en este detalle. A pesar de la calvicie exterior presenta este herido un centímetro de cabello en sus bulbos.

Don Juan Mourade contaba entonces veintiún años de edad. Era un joven aficionado al estudio, y aquel caso que se presentaba ante sus ojos le hizo pensar...

Años después notaba con espanto que también empezaba a sufrir la caída del cabello. A los treinta y cinco años su cabeza ofrecía el aspecto de un hemisferio. Ni que decir tiene que ensayó todos los procedimientos habidos y por haber. El aspecto de la vejez se cernía sobre su cabeza, como se cierne sobre cientos de hombres y mujeres con la calvicie, esa enfermedad que hace perder el mayor atractivo de todas las personas, la juventud, la belleza, la simpatía.

Don Juan Mourade continuó sus estudios, hasta que un sabio doctor oriental le puso en antecedentes de una infalible fórmula que los antiguos poseían para curar la calvicie. Una fórmula compuesta exclusivamente de hierbas. De treinta y tres hierbas distintas y completamente inofensivas. Entonces ya, aplicada la maravillosa fórmula a su caso, comprobó que de allí en adelante ya no tendría que pasar por el ingrato y deprimente estado de vejez prematura. Ya su cabeza ofrecería una abundante cabellera. Este es el hombre que, modesto y con escasos medios, ha podido llegar a realizar una de las invenciones que han de ser más estimadas por la humanidad entera.

Don Juan Mourade, ya en posesión de su invento, se trasladó a Barcelona. Era por julio de 1928, en pleno periodo dictatorial. En 'La Hoja Oficial de los Lunes', publicó un pequeño anuncio invitando a los calvos a pasar por su domicilio. Quería ensayar su invento con todos los que se presentasen, y advertía que los clientes no tenían que abonar nada hasta después que les saliese el pelo. A la casa del señor Mourade acudieron varios, y el maravilloso preparado comenzó a dar sus frutos. Todos los clientes salían curados rápidamente. Fue entonces llegada la hora de patentar su secreto, y lanzar al mercado con el nombre de Capilar Mourade el que con el tiempo había de ser famoso regenerador. Desde entonces a la fecha el señor Mourade ha curado a más de diez mil personas, gentes de todas las clases y condición que padecían de esa triste enfermedad, y que habían probado mil medios de curarla sin resultado alguno.

Ante los triunfos conseguidos pensó el señor Mourade establecerse en grande. En la calle de Fernando, número 57, de la capital catalana estableció su primera clínica. Clínica que, ante la avalancha de clientes, hubo que ampliar instalando una sucursal para aplicaciones y tratamientos en la Rambla del Centro, número 37. El pasado año instaló su clínica en Madrid, calle de Alcalá, 23. Y estos días acaba de abrir al público la clínica de Zaragoza, instalada en un entresuelo de la calle de Alfonso, núm. 31 (teléf. 52-83). Al frente de la clínica de Zaragoza, admirablemente instalada y montada con todo lujo, como sus similares de Madrid y Barcelona, figuran un médico director y el correspondiente personal de practicantes y enfermeras.

Apenas hace tres días que está abierta al público y ya la sala de visitas ofrece a todas horas el más concurrido aspecto. Y es porque ahora no se trata de un caso de charlatanismo más, sino de algo serio y fundamentalmente científico, que va a revolucionar al Universo entero. La pérdida de pelo transforma a la persona que la sufre no sólo física sino moralmente. Además de avejentar, la calvicie hace que se apodere del que la padece un temor innato a la sociabilidad. El enfermo busca el aislamiento, huye de los lugares en que tenga que aparecer descubierto para no pasar por ese deprimente e ingrato estado de vejez prematura. Parece como si sintiese dentro de él un algo que mortificara su vida. Parece como si la pérdida del pelo significase el estar condenado de por vida a una constante transformación en su fisonomía.

El buscar un alivio más o menos inmediato a esta enfermedad (calvicie prematura, tiña, alopecia, etc.) merece ya toda la simpatía y respeto. Pero hay más. Existe indudablemente una relación directa entre el pelo y la salud. Obsérvese que en toda persona enferma el cabello aparece descolorido y falto de brillo. Muchas enfermedades, tales como la fiebre tifoidea y otras de carácter infeccioso microbiano, dan lugar a una caída del pelo, lo que demuestra la intima relación que tiene la salud del cuerpo con la condición de nuestro cabello.

La moda del sinsombrerismo en verano invade todos los países. ¿Qué estética personal puede ofrecer el hombre falto de pelo en su cabeza? ¿Sobre todo si ese hombre es joven y aspira a cualquier conquista amorosa?

Claro es que muchísimas gentes, a falta de este adorno que tanto contribuye a la belleza de la figura humana, han echado mano de pelucas y postizos. Pero demostradísimo está lo perjudicial de tales aditamentos. La peluca calienta en exceso la cabeza y perjudica a la salud general. Otro tanto puede decirse de los bisoñes y de los postizos de pelo que usan las mujeres. La ciencia médica aconseja que se eviten las pelucas y postizos a todo trance, y otro tanto que la ciencia médica lo dice el sentido común.  No hay hermosura cuando hay engaño, y si una persona usa peluca o postizo,  aunque en apariencia sea agradable, en realidad oculta la verdad, lo que supone más tarde o más temprano una decepción.

La calvicie, enfermedad como cualquier otra, no es incurable. ¿Cuántas cuartillas no se habrán llenado escribiendo sobre la curación de la calvicie? En el ambiente público ha dominado siempre que se ha tratado de este asunto la incredulidad más absoluta. Incluso numerosas eminencias médicas la han llegado a declarar incurable. Y, sin embargo, no es así. El calvo no es más que un enfermo como cualquier otro, pues las causas de la caída del pelo son múltiples. Tienen todas ellas, sin embargo, como origen una u otra enfermedad, entre las cuales pueden citarse como principales la seborrea, la caquexia y las derivaciones de la avariosis. Hoy no es aventurado afirmar que la calvicie ha sido vencida, conquistada. Don Juan Mourade así nos lo afirma con toda la inmensa fe que tiene en su obra. En la ya realizada y en la que ha de realizar. Una obra que le está dando prestigio, renombre y opulencia.

El Capilar J. Mourade hace que la raíz oculta del pelo recobre nueva vida, que todas aquellas raíces que aparentemente se creían muertas y que en realidad estaban solamente aletargadas dentro del cuero cabelludo vuelvan a renacer; pero el señor Mourade no se ha concretado únicamente a la invención de su famoso capilar, sino también a la forma de aplicarlo científicamente. Las instalaciones que existen en la clínica para el tratamiento de enfermos constan de todo lo más moderno en higiene y aparatos especiales para la curación de la calvicie.

La duración del tratamiento hasta obtener el resultado deseado depende del tiempo en que se registró la caída del cabello hasta llegar a la parcial o total calvicie. El proceso de muchos años de calvicie no puede curarse en pocos días. Es precisa una perseverancia y un especial cuidado para que el Capilar J. Mourade cumpla su misión curativa. En un periodo de tiempo prudencial, seis meses, ocho, diez, doce, está demostrado que puede extirparse la calvicie y conseguir un abundante pelo, aunque el cabello haga ya muchos años que se ha perdido.

¿Hasta qué edad puede confiar un enfermo de calvicie en que le brote nuevamente el pelo?, hemos preguntado al señor Mourade. Y éste, con firmeza y sin vacilaciones, ha respondido:

-Hasta cerca de los setenta años. Vea usted mi caso: tengo sesenta y seis y recientemente me afeité la cabeza para demostrar mi tratamiento palpablemente. Hoy ya no puede decirse que sea yo calvo. Y antes de dos meses verá usted en mi qué transformación.

En efecto, don Juan Mourade, que gusta de ensayar su preparado consigo mismo, a pesar de edad avanzada, presenta una ligera capa de cabello que, con un poco de sugestión, casi, casi, pudiéramos decir que se le ve crecer. Merece la consideración de las gentes este inventor. Oficialmente ya han sido reconocidos sus méritos en cuantas exposiciones se ha presentado. En la Internacional de Barcelona, donde fue premiado su capilar con Gran Premio Medalla de Oro y Cruz. En las Exposiciones de París, de Londres y de Niza hace dos años, premiado con iguales condecoraciones, y mereciendo ser nombrado miembro honorario del Jurado de Sanidad. En el mes de diciembre último y en la Facultad de Medicina de Madrid, dio una interesante conferencia a la que asistieron todos los médicos especialistas de la piel de la capital de la República. En su poder guarda cientos y cientos de certificados auténticos, de cartas de gratitud, de entusiastas felicitaciones.

Sí, sí, hay que rendirse a la evidencia. Esos casos tratados por el Capilar Mourade que vimos la otra noche en la película proyectada en el Gran Hotel, no dejan lugar a duda alguna. Son todas ellas personas que, agradecidas a la prodigiosa curación, no han vacilado en exponer al público sus efigies venciendo ese falso pudor y arrostrando todos los piadosos comentarlos que la vista de los calvos produce a sus semejantes.

Don Juan Mourade, hombre bueno, inteligente y cordial, nos explica con entusiasmo:

-Yo he curado cientos, miles de casos y estos clientes han sido después los mejores propagandistas de la eficacia de mi producto. No acabaría de enseñarle testimonios de clientes que hoy bendicen mi nombre y el haberse puesto en mis manos. Algunos de ellos han solicitado después la exclusiva para vender el Capilar en las localidades de su residencia. Así mi producto puede decirse que está extendido por todas las regiones españolas. Y en el extranjero, Inglaterra y Francia son naciones donde también lo tengo muy extendido.

Efectivamente. Sobre la mesa del despacho del inventor vemos la carta de una importante casa inglesa que solicita la representación del Capilar Mourade para introducirlo en determinados países.

¡Admirable señor Mourade!... Con su bata blanca de enfermero, ahora en la intimidad de su Clínica, sonriendo optimista, bonachón, nos da un aspecto bien distinto a como le conocimos la otra noche embutido en su traje de etiqueta. Suena el teléfono incesantemente.

-¡Alló! ¡Alló!—dice constantemente el señor Mourade, atento al auricular.

Son consultas de nuevos clientes. De enfermos que se han enterado del prodigioso descubrimiento y acuden a su autor como el náufrago a un puerto de salvación. Y don Juan -en su chapurreado hispano-francés- contesta lo mismo a todas las llamadas.

-Sí. Sí. Puede usted venir cuando quiera. Le atenderemos con la mayor atención...

Van y vienen los practicantes al servicio de la Clínica atendiendo las indicaciones que el médico director ordena para cada caso. Un fuerte dinamismo parece contagiar a todos. Es el segundo día que la Clínica funciona, y da la impresión de que son ya muchísimos días los que lleva abierta al público. Y es que la sensacional revelación ha cuajado bien en Zaragoza. Como le sucedió al inventor en Madridl y en Barcelona, donde sus despachos están todos los días llenos de gentes que acuden a la consulta. Gentes que confían en la curación, porque no tienen más remedio que rendirse ante la realidad de los hechos que presencian una y otra vez. Sobre todo, ante esos casos de mujercitas jóvenes, privadas del mayor y más natural encanto -ese a la moda actual- que al poco tiempo de tratamiento han podido presumir ante sus amigas, de lo que más ardientemente echaban en falta.

Sí, sí. Hay que rendirse a la evidencia. Estamos ante un maravilloso hecho científico. Ante un hecho que no es como vulgarmente decimos en Aragón un 'saca dineros'. Y no lo es porque el señor Mourade, con un desprendimiento ejemplar, nos ha rogado que hagamos público que curará gratuitamente en su clínica a todos los enfermos que se presenten con un certificado de pobreza expedida por el alcalde del barrio.

¡Ver para creer...!


Y ahora el turno de los lectores. ¿Alguien recuerda la clínica y cuándo cerró? Bien pudiera ser que el huracán de la guerra civil acabara con ella, al fin y al cabo, a partir del 39 había cosas muchísimo más importantes de las que ocuparse que de la frondosidad del cabello. ¿Alguien sabe qué fue del doctor Mourade? ¿Y como era su procedimiento? En el texto se menciona un producto o pomada de 33 ingredientes, pero en la publicidad de la época se habla de que se empleaba un 'gorro eléctrico'. ¡Ay, madre, me estoy quedando calvo de tanto pensar en la primera clínica capilar de Aragón!

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