Si los tractores toman las calles porque vivir de la agricultura y la ganadería ya no es rentable y el consumidor se deja el sueldo en una cesta de la compra que se encarece con solo mirarla, ¿quién se enriquece cuando se disparan los precios del campo a la mesa?

Solo nos acordamos del sector primario cuando estallan las protestas. Y la revuelta del sector primario nos abre los ojos a injustas situaciones de una Europa ecologista que ve cómo se atenaza a la Unión que pensó que con el reparto de ayudas de la Política Agraria Común se acallarían las críticas y comprueba ahora, a apenas cuatro meses de las elecciones, que se equivocó.

En un país que acostumbra a menudo a mezclar churras con merinas, es difícil distinguir dónde acaba la legítima protesta y dónde empieza la política. Porque si los agricultores y ganaderos sacan ahora a la calle sus tractores es, al fin y al cabo, por culpa de todos. La Ley de la Cadena Alimentaria no funciona, y tanta culpa tiene el Gobierno que la aprobó como la oposición que le culpa de que no se cumpla.

Hace tiempo que la cadena alimentaria se quebró por los eslabones más débiles, los productores y los consumidores. En agosto de 2021 empezó una escalada del IPC que ni siquiera ahora, con la rebaja de la bonificación de la electricidad y el gas, parece controlada. Eran los tiempos en los que se pagaba el aceite de oliva a cinco euros, menos de la mitad de lo que cuestan ahora botellas que se protegen con precintos de seguridad en los supermercado.

Más alto que los lamentos del consumidor resuenan los gritos de ‘hasta aquí hemos llegado’ que provienen del campo. Y de carreteras cortadas, sin aviso previo, donde limitan el derecho al trabajo del resto, resignados consumidores que comparten el contenido de sus críticas, pero no las formas; tan castigados como ellos por la imperfecta cadena alimentaria.