Ciudad

Las Fiestas del Pilar son los gigantes, los cabezudos, el calor y el frío, el tragachicos, los churros, la tristeza final de los fuegos artificiales.

El cachirulo, imprescindible en las fiestas del Pilar.
El cachirulo, imprescindible en las fiestas del Pilar.
Francisco Jiménez

Las Fiestas del Pilar son unas madejas, un cachirulo al cuello. Es un niño que bebía Fanta de naranja en su bota de vino. El Pilar es ir al Bonanza y al Gareta con mi prima Teresa, el Pilar es brindar con vasos de plástico en el Parque Miraflores, escuchar el pregón de Bunbury con el alcalde Atarés. Escuchar el pregón de Labordeta. Mirar con Javi ese balcón. Es un globo con una anilla al dedo, que se vuela o se desinfla en unos días, comprado en la antigua Feria de Muestras. El Pilar es brindar con jarras de plástico (otra vez) subidos a los bancos de la Fiesta de la Cerveza, beber en las Ferias un moscatelico. Jugar a los camellos: «¡El 3, el 7, el 3, el 7; gana el 12!». Es Jordi llegando cada año a la estación de Ágreda Automóvil. El Pilar es llevar ese cachirulo al cuello, el mismo que conservo de mi traje de niño baturro. Es el ‘Canto a la libertad’ entre la muchedumbre de la plaza del Pilar, son los bares abarrotados, diez días vividos en la calle. Los conciertos que había en el paseo Independencia, dos noches seguidas con María viendo a los Héroes en La Romareda. El Pilar es comer ternasco de madrugada en la planta -2 de un garaje (os lo prometo). Es un 8 de octubre -como hoy- de 2016: empezaban las Fiestas, mi hija Inés nacía. Las Fiestas del Pilar son los gigantes, los cabezudos, el calor y el frío, el tragachicos, los churros, la tristeza final de los fuegos artificiales. El Pilar es tener diecisiete años y una ciudad a la que amar.