OFRENDA DE FLORES

Tres imágenes, una sola ofrenda

El icono que constituye el objeto del masivo ofertorio y supone la meta de esa singular peregrinación que comienza casi al alba y se prolonga hasta bien entrada la tarde permanece intacto, insustituible, iidéntico hoy al del primer año.

Imagen de la Virgen del Pilar
Tres imágenes, una sola ofrenda

No cabe duda de que, entre los múltiples y variados elementos que integran la compleja celebración de la Ofrenda de Flores y su desarrollo multitudinario por la vía pública, el más fundamental, el imprescindible, el esencial, es la imagen de la Virgen del Pilar. Pueden variar el recorrido y el horario, la participación puede aumentar o disminuir, es modificable la estructura que soporta el inmenso jardín y, en fin, cada año surgen ideas nuevas que buscan enriquecer todavía más ese acto cumbre del programa de fiestas.


Pero el icono que constituye el objeto del masivo ofertorio y supone la meta de esa singular peregrinación que comienza casi al alba y se prolonga hasta bien entrada la tarde permanece intacto, insustituible, igual a sí mismo, idéntico hoy al del

primer año.


La efigie mariana que emerge, chiquita y modesta, del océano de flores que la envuelven y la sustentan y la elevan, es siempre la misma: Nuestra Señora del Pilar. Ignoro si ha estado siempre durante este medio siglo elaborada con la misma materia, ¿metal o madera?, ¿alabastro o mármol?, ¿yeso o cerámica? Una cosa es absolutamente cierta. Siempre fue y sigue siendo la representación popular de la Patrona de Aragón.


Pero no deja de ser llamativo que, casi en el mismo espacio y durante el mismo tiempo, se ofrezcan a la veneración de los fieles tres imágenes de la Virgen del Pilar. Es verdad que cada una de ellas tiene sus notas distintivas, se manifiesta en

marcos diferentes y suscita en el público actitudes y reacciones diversas. Pero las tres tienen un rasgo identificador común: la Santa Columna.


En cualquier caso esa triple presencia de una imagen pilarista ofrecida a los ojos es una nota curiosa en el Doce de Octubre zaragozano que invita a adentrarnos en la especificidad de cada una de ellas, sorprendiéndolas precisamente en el único día en que aparecen cercanas, casi juntas, ante centenares de miles de devotos.


La Virgen en el Camarín

Aquí, la efigie de la Virgen con su Pilar es el corazón de la basílica, el sancta sanctorum del inmenso templo, el recinto mariano más visitado de toda la Cristiandad. Ventura Rodríguez, en el siglo XVIII, sabedor de lo que significaba para los fieles la imagen, la colocó bajo un tabernáculo primoroso dentro de un preciosísimo estuche de oro y jaspe que llamamos Santa, Angélica y Apostólica Capilla. Ni en verano ni en invierno, ni en la madrugada ni en la noche, jamás está sola esta imagen «tan pequeña y tan grande» como dijo de ella, al verla, Juan Pablo II.


¿Y también el Doce de Octubre? También, y de modo muy especial. Hay que estar a las 4 de la mañana en la plaza para ver el conmovedor espectáculo de cientos de personas asidas a las puertas, esperando que se abran para ser los primeros en felicitar a la Madre. Luego, a lo largo de la jornada, es un río de gente que, ese día más que nunca, tan solo puede cumplir con el rito de «ir a ver a la Virgen», porque es imposible encontrar un hueco para rezarle. Pero todo el mundo va al Pilar. Simplemente, a eso, a verla. Años hubo en que el Templo tuvo que permanecer abierto durante toda la noche.


En la procesión

En el corto desfile sacro que, después de la misa solemne, da una sola vuelta por la plaza, sale a la calle la imagen procesional de la Virgen del Pilar. Es una efigie sumamente curiosa, ya que tiene rasgos muy peculiares, entre los que destacan el dato de que la Madre no lleve al Niño en sus brazos y el hecho de que la santa Columna no vaya cubierta por el manto. Es de plata repujada, como la magnífica peana que la porta, y fue labrada el año 1620 por el escultor Miguel Cubelles. Es muy esbelta (125 cm de altura), muy elegante, de una belleza soberana, aunque un tanto fría e inexpresiva.


Tal vez por estas dos últimas condiciones estéticas o, quizás, por chocar con la idea habitual que tenemos de ella o porque, al ser vista una sola vez al año, es muy desconocida, lo cierto es que no provoca entusiasmo en la gente y sólo arranca en el momento de su aparición por la puerta baja de la basílica algunos tímidos aplausos. Pero vale la pena contemplar una estatua argéntea de la Virgen del Pilar que es una muy hermosa obra de arte.


En el jardín

Y nos queda la tercera, la que no ha sido hecha por mano de orfebres o escultores, sino por el corazón de los aragoneses y de tantos y tantos miles de personas llegadas de todas las esquinas de España y de más allá de nuestras fronteras.  Solamente entrando en los pliegues más íntimos del alma de los concurrentes se puede conocer la auténtica intención de ese gesto ofertorial, capaz de levantar el altar más colorista, florido y universal a la Virgen del Pilar.


Yo reivindico la vertiente religiosa del acto. Hay quienes piensan que existe riesgo de confundirla con una manifestación regionalista, con un espectáculo folclórico o con una suerte de fetichismo. Estoy en desacuerdo. He vivido desde sus orígenes la Ofrenda, fui amigo de su creador y he tenido y tengo hondas relaciones con personas y grupos que son fieles a esta cita del Doce de Octubre.


Por eso y por respeto a los sentimientos ajenos, esa diminuta imagen de la Virgen del Pilar, plantada en la plaza, cubierta de flores que son promesa, gratitud, arrepentimiento, llanto y vida, es el homenaje más humano y expresivo que unos

hijos pueden dedicar a su Madre. Deseo a la Ofrenda largos años de vida.