PATRIMONIO

El Puente de Zaragoza: no queremos más sustos

Una de las personas que mejor han conocido y entendido la historia de Aragón definió el Puente de Zaragoza como ¿el más señalado y sumptuoso edificio destos reinos¿. Esas palabras de Jerónimo Zurita deben ser atendidas

El Puente de Zaragoza: no queremos más sustos
El Puente de Zaragoza: no queremos más sustos
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Un lujo histórico, eso es el Puente de Zaragoza. De origen romano, si bien no se conoce su primera traza, y alzado en el siglo XV con su actual hechura, sería famosísimo si estuviera encajado en el cuerpo de otra ciudad europea de tamaño y antigüedad semejantes. La ilustración que reproduce HERALDO, encontrada en Viena por quien esto escribe, permite, casi, pasear la alcántara en el Renacimiento, pues fue hecha por el artista flamenco Antonio de Wijngaerde en 1563. Al amparo de sus tajamares, hay zaragozanos que se dan chapuzones (con buen estilo) en las aguas del Ebro, entonces inocuas para el contacto humano. Lo cruzan numerosos usuarios y, como el Ponte Vecchio de Florencia, muestra habitaciones encaramadas a su fábrica. Sin grandes cambios lo hemos recibido y, junto con la Lonja de la Ciudad, es lo único que sigue en pie de este hermoso paisaje urbano, del que faltan la puerta del Ángel y los complejos conventuales de Altabás y de San Lázaro. Lo que concede -o debería conceder- al Puente un rincón de privilegio en el corazón de la capital aragonesa.

EL puente de Piedra, o de Piedras, como también se le ha llamado, explica la existencia de Zaragoza. Con las murallas, es la matriz misma de la capital de Aragón. El poder soberano lo ha sabido siempre y ha impuesto su tutela directa sobre ambos elementos, que históricamente dependieron directamente del rey: el rey de Aragón protegía este bien cuya importancia era múltiple. Era un haber estratégico, pues controlaba militarmente el Ebro central; económico, pues su uso generaba pingües rentas; y simbólico, pues obra pública tan destacada pregonaba un gran poderío político y técnico.

¿Quién lo cuida?

Lo que no se comprende, llegados al siglo XXI en el que, al parecer, estamos, es que el responsable del puente, que ya no es un rey medieval periclitado, sino un Ayuntamiento que milita en la vanguardia tecnológica y digital, no disponga de un plan de vigilancia permanente y cuidado arquitectónico de este extraordinario monumento, que casi todas las ciudades metropolitanas de España desearían poder incluir en su patrimonio material y cultural. Máxime cuando, a raíz de las actuaciones que promovió para dotar al Ebro de su atribulada flotilla turística, el Concejo prometió ocuparse del asunto y no limitarse a rebajar la solera de un arco para que cupieran los barquitos que surcan el río (cuando pueden) entre el azud de Vadorrey y el meandro de Ranillas.

Ya sabemos que el Ayuntamiento, así, en general, se responsabiliza del Puente. Pero, del mismo modo que el Pilar tiene 'su' arquitecto, dependiente del Cabildo catedralicio, habría de tenerlo el Puente. O un ingeniero especializado. El «pontonarius» ya existía en 1311 y juraba su cargo ante los ediles. De forma que, de haber alguna alerta, como ahora, no fueran los vecinos y la prensa quienes hubieran de darla, sino el dispositivo de vigilancia. Idearlo, con emisión de partes periódicos y, en su caso, extraordinarios, sería un factor de tranquilidad ciudadana y una muestra de seriedad política. No se puede aspirar a exhibir palmito cultural en la Unión Europea y soportar esta clase de sobresaltos con un monumento de este porte. En 2010, cuando ya hace años que los trenes pasan bajo el mar entre Calais y Dover, no hay impedimento objetivo para que Zaragoza se vea libre de cualquier inquietud por una causa técnicamente tan manejable.

Una biografía novelesca

La historia del Puente da para un buen libro de anécdotas. No sabemos qué forma le dio Roma. Luego, su estructura visible fue de tablas. Nuestros antepasados, musulmanes y cristianos, lo documentaron bien. Fue destruido en 827 y rehecho doce años después por Abderramán II de Córdoba. Los saraqustíes lo hicieron arder el 24 de mayo de 1118, para impedir que las tropas de Alfonso I 'el Batallador' tomaran la ciudad atacándola desde el Arrabal (que aún conserva su nombre arábigo), y desde que se adueñaron de Zaragoza, la más importante de sus plazas fuertes, aspiraron los reyes aragoneses a construir uno incombustible, todo de piedra, algo muy costoso en una ciudad que carece de ella. El Puente fue una ambiciosa obra de Estado.

El Puente, gran señor

El rey convirtió al Puente en un gran señor, con hacienda propia, consistente en casas (algunas tan distantes como las que tuvo en Pina de Ebro) y en rentas «de la alcántara» (por ejemplo, todas las que la Corona cobraba en Longares), para que sus obras y su mantenimiento quedaran, en lo posible, a salvo de avatares. Con obligación de aportar materiales (madera y hierro) y repuestos («pro arreposto»), se encargó de administrarlo el monasterio riojano de San Millán de la Cogolla, el cual había de repararlo si el Ebro se lo llevaba por delante, en todo o en parte, y en colaboración con el Concejo. Pronto, el prior de la Seo sustituyó al abad de San Millán como administrador, y fue encargado de alzar un «ponte de lapidibus», o sea, de piedras. Se le dotó para ello de plantilla propia, procurador y herrero incluidos. Y todo, dijo el rey, con «nuestro especial patrocinio». El soberano debía de estar harto, cada vez que el puente de tablas se derrumbaba, de tener que cruzar en barca por el grao de Pina.

Un costoso bien de Estado

El Ebro, que no fue domeñado hasta mediado el siglo XX, ha sido el amante del Puente, pero también su más constante enemigo hasta que los hombres lo han sustituido en este reprobable papel. Con piedra de Fréscano, pino del Pirineo y roble de Leciñena se hizo la nueva estructura, en la que intervinieron artífices varios, incluido uno italiano y otro moro, hasta que, en el año 1440, Gil 'el Menestral', concluyó el Puente Mayor, como también se le llamó. Desde entonces, la Ciudad lo inspeccionaba. Los jurados (ediles), con técnicos y asesores, embarcados en pontones, examinaban sus pilares y arcadas. Por ejemplo: en 1469 giraron cinco visitas; en 1471, cuatro; una de 1472 costó 40 sueldos (y el almuerzo, 30...).

Para entonces, la plantilla incluía pontero, con casa en el mismo Puente, encargado del pavimento y varios menestrales. Un notario asumió los cobros, con tarifas para animales y mercancías, según volumen y tamaño; y no hubo rey u obispo que no concediese al Puente y a sus favorecedores privilegios e indulgencias, por considerarlo un bien de Estado.

Ni un susto más

En 1469 había una gran grieta y se salvó la fábrica a duras penas, por esperar demasiado a poner remedio. En 1643, el Ebro se llevó dos arcadas, repuestas en 1659. En 1813, los franceses en retirada volaron la arcada del Rabal. En 1838 -el año de la Cincomarzada-, se pagó a los presos para que trabajasen en los deterioros. En 1902, el Puente pasó a manos del Estado, volvió luego a las de la ciudad y desde entonces ha vivido 'modernizaciones', no siempre felices, sin que nadie haya querido recuperar varios elementos conmemorativos que consta hubo antaño y que se han olvidado.

Posiblemente no hay peligro de desplome. ¿O sí? Los autobuses no son de plumón y hacen vibrar a las arcadas miles de veces al año. Se ven deterioros y el Puente carece del plan específico que por historia y significación requiere. Bastará con que se proponga crearlo el alcalde Belloch, tenaz como nadie en sus empeños. No queremos más sustos.