La nueva política, la del blanco o negro sin matices, la que crispa, polariza y enfrenta, desecha el diálogo porque es más fácil discutir que convencer ofreciendo argumentos válidos. La desintegración del centro arrastra al ciudadano a decantarse por la derecha o por la izquierda. Sin detenerse a analizar lo que ofrecen, sin pararse a pensar cómo les afecta. Se han perdido los discursos, pero también las formas y, en un intento de normalizar lo excepcional, buscan convencer al ciudadano de que el país va bien aunque socialistas y populares no se dirijan la palabra; que no pasa nada por que el Gobierno de Sánchez baile al son que toca el prófugo Puigdemont desde fuera de España; que es lógico que la vicepresidenta ecologista, la que urgió el cierre de Andorra, abra la puerta a un (mini)trasvase a Cataluña de forma excepcional, y en contra del criterio de la Unión Europea.

De dislate en dislate, asistimos con estupor a una ceremonia de la confusión en la que la realidad supera casi a diario a la ficción. No se agotan nunca la líneas rojas para el sanchismo. Las van saltando una a una, sin mirar atrás, en una huida hacia adelante que confirma la mínima estabilidad de su Gobierno y su máxima dependencia de los independentistas. Pide Junts competencias hídricas en la cuenca del Ebro, en contra de Aragón y del criterio del Tribunal Constitucional.

Revueltas bajan también las aguas por la extrema derecha, que propone expulsar a los menores no acompañados que llegaron en patera si las pruebas forenses determinan su mayoría de edad. Tacha la izquierda de xenófoba su falta de humanidad.

Falta diálogo, cortesía, recobrar las buenas formas de la vieja política para retomar la senda de la credibilidad. Cambiar la gresca por unas 'relaxing cups of café con leche' y más ganas de conversar, para evitar perjuicios al interés general.