Redactor jefe de Aragón en HERALDO DE ARAGÓN

La llamada

Acto de homenaje a Manuel Giménez Abad en el Teatro Romano de Zaragoza.
Acto de homenaje a Manuel Giménez Abad en el Teatro Romano de Zaragoza.
Guillermo Mestre

Hoy hace veinte años que ETA asesinó a Manuel Giménez Abad. Quien fuera presidente del PP-Aragón entendía la política como un instrumento para gestionar el desacuerdo.

En la memoria de un periodista es habitual que se arremolinen algunas llamadas telefónicas, generalmente a horas intempestivas. El teléfono suena de madrugada, o a primera hora, o en el filo del cierre de la edición y algo cruje por dentro antes de descolgar. Uno presiente que es el sonido que anticipa la tragedia, sin saber exactamente por qué. Ese día, a media tarde, eso ocurrió en la redacción de HERALDO. La periodista que atendió la llamada solo pudo ponerse en pie y gritar con la voz quebrada: «Han matado a Giménez Abad». Y un silencio helado entró por la ventana.

Fue el 6 de mayo de 2001. Un pistolero de ETA asesinó al presidente del PP-Aragón, Manuel Giménez Abad, en la calle Cortes de Aragón de Zaragoza, cuando se dirigía al estadio de La Romareda para ver el fútbol con su hijo Borja. Tenía 52 años. Tras la llamada vino la noticia y con la noticia la conmoción, las lágrimas, la condena, la protesta, el duelo y el homenaje. El dolor de una familia rota. Y un vacío enorme, ese que deja un áspero sabor a pérdida en la garganta.

Ese vacío no se llena, queda suspendido en el tiempo. No hay aforismo más falso que el que dice que nadie es insustituible. Las cicatrices de la vida confirman que hay pérdidas irreparables y eso la política lo sabe bien. Tras Giménez Abad, lo que llegó no siempre se guió por las huellas de su ejemplo. Veinte años después se extiende un charco de barro en el que la política chapotea mañana, tarde y noche. Los ‘spin doctors’ se arrojan estrategias de ida y vuelta, mientras reverberan las encuestas de partido y las guerras de tuits, la escandalera de las tertulias de media mañana, los golpes de efecto que duran lo que tarda el siguiente insulto, el griterío de los ‘cuberos’ y los ‘abascales’, la manipulación y la mentira.

El barómetro del CIS de mayo de 2001, cuando fue asesinado Giménez Abad, ya revelaba una mala percepción de la política. Era citada como el séptimo problema de España y figuraba como el más importante para un 5,1% de los encuestados, en una lista encabezada por el terrorismo, el paro, la droga y la inmigración. Hoy acapara un 28% y se sitúa a la par de la crisis sanitaria. En este sustrato de lodo se asienta el espacio público, en el que los buenos políticos, que siempre los hay, tienen muy difícil hacer oír su voz. Mientras la democracia se envenena y los partidos se ahogan en el descrédito, no hay que hacer mucho para que de la semilla de la desconfianza broten el populismo y la ‘emocracia’, en la que la razón decae ante la excitación del sentimiento. La ‘brutalización’ de la política, que fue una de las matrices de la tragedia del siglo XX, queda a solo un paso.

Giménez Abad fue un buen político. Fue de esos que entendió esa máxima, quizá ingenua en estos tiempos de ira y polarización, de que el buen gobierno (y la buena oposición) trata de encontrar el camino para atender las necesidades de la ciudadanía en su conjunto, por lo que evita caer sin más en la tentación de complacer las emociones de la parroquia radical. Que la política es, además del arte de llegar a acuerdos, el instrumento para gestionar el desacuerdo. Y eso no pasa por la anulación del adversario. Giménez Abad esgrimió el parlamento como herramienta de construcción y mejora de lo común. Hoy, más que nunca, se echan de menos líderes como él. Malditas sean las llamadas que anuncian la pérdida de los hombres buenos.

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