Incertidumbre

Marzo de 2020. Mi hija aprende a decir al mismo tiempo las palabras arcoíris y coronavirus. Me deleito al observar que alterna las consonantes con gracia, pero me recome la tristeza al constatar que confunde los términos. Su atenta escucha le lleva a repetir nuestro discurso y parece que la dichosa pandemia lo llena todo, también su lenguaje incipiente.

El miedo se instala en las calles de Manhattan y en las estanterías de los supermercados se agotan los mismos productos que en mi Zaragoza natal: no hay papel higiénico en las tiendas cercanas y, por supuesto, ni rastro de mascarillas. Las llamadas al consulado se instalan en mi nueva rutina y espero con ansiedad la última normativa de tránsitos internacionales: mis padres están en Nueva York y tienen que abandonar el país antes del cierre inminente del espacio aéreo. Su viaje se cancela una y otra vez. Vuelva usted mañana. Al cabo de un par de semanas, lo conseguimos: un vuelo esa misma noche en el que decidimos embarcarnos toda la familia, con la incertidumbre de si podrá acompañarnos mi esposo americano. Rumbo a casa. Siento que dejamos atrás un escenario apocalíptico en el que las universidades privadas cierran hasta nueva orden, mientras la población ordinaria se expone al contagio masivo.

Encerrada en el piso donde crecí, ojeo compulsivamente los titulares del otro lado del mundo. No duermo, pero canto y aplaudo cada tarde en el balcón. Y bailo con mi pequeña al son de la flauta hipnótica de un vecino, que arrastra cada mañana a un centenar de almas al ritmo de ese tema cursi con el que le enseño a decir algo nuevo, tal vez lo más importante: resistiré.