Pedro Sánchez gobierna España, aunque no se sabe por cuánto tiempo. Tan inestable se presenta la XIV Legislatura que la más suave tramontana derribaría el Gobierno como si de un castillo de naipes gigante se tratara. La primera coalición de la democracia, la que une a los que en julio eran enemigos declarados y sellan ahora sus pactos a base de abrazos, nace con hipoteca tan alta que eleva de forma innecesaria el riesgo de desahucio. Y el desalojo llegará cuando los independentistas quieran o, lo que es lo mismo, cuando PSOE y Unidas Podemos zanjen sus prebendas para huir del abismo de una ruptura constitucional, o la perspectiva de voto de ERC en las autonómicas se vea tan resentida que le resultará más barato romper con el Estado que mantener un estéril diálogo institucional.

A este coste político incalculable (ya veremos si inasumible también) se sumará otro económico, en absoluto desdeñable, que emanará de la obligación del Ejecutivo de plasmar en su primer presupuesto las deudas contraídas con socios de condición muy dispar, a costa de retrasar sus políticas sociales.

Después de contentar a los de fuera llegará el momento de premiar a los de casa, y la tarta, insuficiente, va ya por la veintena de ministerios. No es de extrañar que Sánchez necesite una semana para repartir los altos cargos. Y para dejar claro quién es el presidente.