El entierro de Catalina de Aragón

Catalina de Aragón, reina de Inglaterra, no fue enterrada como tal por su segundo marido y, antes, cuñado, Enrique VIII de Inglaterra. Ocurrió un 29 de enero.

Emblema de Catalina de Aragón.
Emblema de Catalina de Aragón.

En 1536, Catalina de Aragón, reina de Inglaterra, fue enterrada en la abadía, hoy catedral, de Peterborough. Como ocurrió en los de Poblet, en 1836, y Sijena, en 1936, partidas de exaltados asolaron los monasterios que guardaban las tumbas regias. El de Peterborough fue saqueado y violentado, incluido el monumento funerario de Catalina.

Hoy se lee en su tumba rehecha ‘Katherine Queen of England’, pero, cuando fue enterrada, su marido, Enrique VIII Tudor, prohibió que se le otorgara dicho tratamiento. Figuró como Princesa Viuda de Gales, por haber estado casada antes con Arturo, hermano mayor de Enrique, cuando aquel era sucesor al trono, condición en la que le llegó la muerte. Tras ello, Catalina casó con Enrique y fue reina de Inglaterra desde 1509. El rey la privaría de ostentar esa condición, tras su divorcio forzado en 1533. Incluso después de muerta.

No quiso, empero, pasar por miserable y dedicó una partida presupuestaria a los funerales de su primera mujer. Mandó comprar ropas negras, incluidos tocas y velos, para enlutar a las damas del cortejo fúnebre, constando en los documentos que se trataba de las exequias de «la muy excelente y noble princesa Dama Catalina, la hija del alto y poderoso príncipe Fernando, difunto rey de Castilla, y la difunta esposa del noble y excelente príncipe Arturo, hermano de nuestro soberano señor el rey Enrique VIII». Obviamente, de un plumazo, el rey había borrado de la historia casi un cuarto de siglo de convivencia conyugal. Se conoce el nombre de las damas designadas para la última comitiva. Durante las dos semanas de duelo, se fabricó la vestimenta de los participantes de la procesión y una vez terminada esta se pudo comenzar el funeral. Comenzó el 29 de enero. Eleanor Brandon, condesa de Cumberland, una Tudor por parte de madre; seguida por Catherine Willoughby, duquesa de Suffolk y hasta dieciséis damas, a quienes seguían cincuenta mujeres sin rango especial, incluidas las sirvientas de la difunta, y cuatro docenas de pobres, encapuchados y portando antorchas procesionales. Hubo, pues, del orden de un ciento de enlutados oficiales en el transporte de los restos de la reina, a los que, en la ceremonia final de Peterborough, se sumaron seiscientas plañideras, ataviadas con túnicas negras a costa del erario real.

Como era de rigor, el cuerpo de Catalina, embalsamado con productos conservantes, se envolvió con un sudario de lino encerado. Quedó rodeado de grandes velones, un millar de velas y los escudos de la Monarquía española y de Inglaterra, si bien desprovistos de la corona real. Complementaron el aparato fúnebre estandartes con las representaciones de Dios Trino, María, santa Catalina de Alejandría y san Jorge, protector de Inglaterra. En las paredes, el lema de Catalina, en francés, lengua heráldica de Inglaterra (‘Humble et loyale’, humilde y leal), reproducido en grandes letras doradas; y colgaduras en las que se veían los blasones de Castilla y León, Aragón y Sicilia, Granada -símbolo predilecto de Catalina- y la rosa rojiblanca de Arturo Tudor, su primer marido inglés. Con estas dos plantas se había compuesto tiempo atrás un emblema simbólico de la que fuera princesa de Gales.

Enrique no ahorró la última humillación a Catalina. Un funeral sin brillo le hubiera acarreado costes de popularidad, pero encargó la homilía al leal obispo de la lejana Rochester, John Hilsey. Obispo reciente, porque el anterior, John Fisher, opuesto a la conducta del rey, había perdido pocos meses antes la cabeza a manos del verdugo, en modo del todo similar al de Tomás Moro. El predicador no solo ‘demostró’ que el rey nunca estuvo casado con Catalina (a la que dejó encinta seis veces), sino que ‘reveló’ cómo la princesa española admitió al fin no haber sido reina legítima de Inglaterra. Nadie creyó tal cosa, sin embargo, de la desdichada hija de Fernando e Isabel. Es más: Catalina, en sus últimos días, como su hija, la futura reina María Tudor, hija de Enrique, pidieron al embajador de Carlos I que no asistiera a ceremonias que consideraban indignas.

La tumba de Catalina -no el sarcófago- fue destruida por la gente de Cromwell, en la guerra civil que costó la decapitación a Carlos I en 1649. Una comprobación hecha en 1777 desveló el atuendo de la fallecida: un vestido de brocado negro con ornatos plateados.

Lo que hoy se ve en Peterborough es obra tardía. Y fue otra reina consorte, María de Teck, esposa de Jorge V, quien dispuso el tratamiento regio en las inscripciones y símbolos del monumento, con las armas de Inglaterra y España, bajo corona real.

En la actualidad, cosa insólita en un templo anglicano, se conmemora la fecha con una misa católica a la que se invita a la embajada de España.

Lo que se cuenta aquí porque aquel sepelio sucedió un 29 de enero, día que en Aragón y Zaragoza ya se dedicaba a san Valero.